(2021)
Cibercutlura y Redes sociales
Acudir a las tradiciones del discurso propias de las ciencias sociales para encarar fenómenos novedosos es una opción por la que siempre pueden inclinarse los investigadores. Ahora bien, aun cuando puede llegar a ser una estrategia factible en muchos casos, sólo conviene adoptarla si las circunstancias lo justifican. El hecho de que una serie de enfoques y definiciones hayan guiado con éxito estudios previos no garantiza su validez en estudios posteriores, mucho menos cuando está teniendo lugar un proceso de cambios cuyas implicaciones resultan desconocidas. Incurrir en tal error durante la ejecución de un proyecto de investigación podría acabar dando pie a hallazgos engañosos, que distorsionen el entendimiento del objeto de estudio o, peor aún, lo imposibiliten. En esas circunstancias los especialistas están llamados a reexaminar los conceptos y las categorías habitualmente aceptados, desmarcándose de toda suerte de dogmatismos y presuposiciones sin fundamento.
Esa disposición a confrontar los saberes del pasado, incluso los más aceptados, debe ser asumida con especial ahínco por parte de quienes se interesan por las ciberculturas. A la luz de los innumerables cambios generados por las tecnologías de la información y la comunicación, muchos de los constructos que solían dotar de sentido a la vida social han de ser actualizados para acoplarse a las nuevas realidades. Nótese que no se habla de abandonarlos, pues siguen siendo categorías esenciales para el entendimiento de la sociedad moderna y, por tanto, no sería razonable desecharlos. Vizcarra y Ovalle (2011) ponen de relieve la inevitabilidad de dicha labor al hacer un recorrido por el estado de las investigaciones y los análisis en este ámbito. Su revisión se centra en las nociones de tiempo, espacio, globalidad, localidad, realidad, virtualidad, identidad y cuerpo, así como en las maneras de concebir las relaciones sociales. Partiendo de sus observaciones, se procederá argumentar a continuación por qué estos términos han de ser renovados para amoldarlos a los desafíos que deberán encarar los estudios sobre ciberculturas en los años venideros.
A propósito del tiempo, Vizcarra y Ovalle (2011) trazan un panorama en el que la inmediatez marca la pauta de las interacciones sociales mediadas por la tecnología. Sin embargo, no se trata de un simple salto cuantitativo equivalente a los impulsados por avances anteriores, sino de uno cualitativo, el cual nos deja frente a una dinámica de otro cariz. Más que acortados, las pausas y los lapsos de espera han sido eliminados hasta el punto de crear situaciones donde no se expresa la rapidez, sino la simultaneidad, un estado inimaginable en los contactos anclados al espacio físico, donde tal hecho sólo se traduce en ruido y conduce a la incomprensión. Frente a ese panorama, se requiere de una noción de temporalidad que no sólo sea capaz de orientarnos diacrónicamente a la hora de identificar las rearticulaciones provocadas por la lógica de lo instantáneo en la dinámica del mundo moderno, sino de hacer lo propio desde la lógica sincrónica de lo simultáneo.
Debido a la disociación de su nexo con el tiempo, separación que comenzó a gestarse con la invención de la escritura y el consecuente desarrollo de las relaciones de ausencia, el espacio también ha de ser redefinido con el objeto de ponerlo en sintonía con las realidades del presente. No basta con supeditar la categoría del lugar al medio físico y, en consecuencia, a las ubicaciones geográficas de los usuarios pertenecientes a las comunidades virtuales. Ello supone considerarlo un mero telón de fondo, sólo relevante por la influencia indirecta que ejerce sobre las identidades, las creencias y los valores de cada individuo. Por otra parte, al operar según ese criterio tan restrictivo, el punto de confluencia en el que efectivamente se producen los encuentros virtuales queda indeterminado y se vuelve fantasmagórico. En consecuencia, lo espacial sólo va operar como una herramienta teórica eficaz para la cibercultura si nos decidimos a trasladarlo a la realidad virtual, con todo lo que un procedimiento de esa magnitud entraña en términos de reflexión teórica.
Lo dicho acerca del espacio vale también para lo que entendemos por «local», asociado por las tradiciones teóricas al nivel más próximo al cuerpo, el de los sentidos. Vizcarra y Ovalle lo caracterizan «como un espacio íntimo donde ocurre lo real» (2011: 35). Sin embargo, en vista de que el desarrollo tecnológico ha destruido las barreras impuestas por las distancias, cabe preguntarse hasta qué punto la intimidad está sujeta a la proximidad física. Un grupo de personas puede vivir en un país, una ciudad o un pueblo y, aun así, carecer de todo tipo de conexión, así sea una estrictamente instrumental. Por el contrario, a través de un aparato, esos mismos individuos son capaces de tejer vínculos íntimos y, por ende, cercanos con otros gracias a preocupaciones, afinidades e intereses compartidos. Desde esta perspectiva, la dicotomía entre lo local y lo global no sólo puede interpretarse en términos de ubicaciones, sino de acuerdo con la naturaleza de los propios grupos, por los nexos sociales construidos por sus miembros.
La creciente integración del ser humano con sus dispositivos electrónicos —de lo natural con lo artificial— demanda el abandono de lecturas sobre la virtualidad que estén sustentadas en una oposición con la realidad y su reemplazo con interpretaciones que permitan al investigador aproximarse a su objeto de estudio y obtener respuestas satisfactorias. Negar el carácter real de lo virtual, con independencia de la imposibilidad de fijar su existencia en unas coordenadas espaciotemporales concretas, equivale a reducir muchas de las experiencias generadas por las tecnologías de la información y la comunicación a apariencias o ilusiones. Tal manera de entender la virtualidad llevaría a que se negara el valor e importancia de las ciberculturas, ubicándolas en una posición inferior a la de las culturas «de carne y hueso». Esto no se corresponde con las experiencias que el individuo moderno vive en su día a día ni con los efectos concretos y verificables de la virtualidad tecnológica en las sociedades modernas. He ahí la razón por la cual es hora de reconocer lo virtual como otra dimensión de lo real.
Como lo dejan evidenciado Vizcarra y Ovalle (2011), nuestras nociones sobre los códigos identitarios también se han visto trastocadas. Frente a cada habitante de las variopintas comunidades humanas, se abre ahora un abanico de posibilidades en cuanto a las maneras de entenderse a sí mismo. A partir de los planteamientos de los autores, puede establecerse una conexión entre la identidad y el debilitamiento de la significación del cuerpo en los mundos virtuales. Aun cuando la apariencia física no sea el único factor para determinar quién se es, la tarea del usuario de adoptar múltiples roles, que cambian en función de sus necesidades momento a momento, se ve simplificada al deslastrarlo de las suposiciones que una apariencia despierta en otros. Por las razones mencionadas, a los investigadores se les presenta el desafío de definir la identidad de una manera flexible, sin recluirla dentro de unos criterios restrictivos que dejen en la oscuridad vastas regiones de la experiencia vital moderna.
Idéntico reto surge a la hora de abordar las relaciones sociales, las cuales han adoptado nuevas características en los últimos tiempos, cónsonas con el predominio de la sociedad red. Al posibilitarse la interacción entre individuos y grupos que ya no se ven afectados por las constricciones espaciales, la cantidad de nexos potenciales ha crecido de forma exponencial. La atención del cibernauta se divide ahora en múltiples contactos, cada uno de las cuales varía en su grado de importancia, duración e intimidad. Algunas conexiones se prolongan durante años; otras se diluyen tan pronto como el motivo para establecerlas se desvanece. Esta multiplicación de los nexos no ha de ser percibida como una degradación de la naturaleza gregaria del ser humano, sino como una forma diferente de manifestarla. Ante esto, urge renunciar a análisis gobernados por una simpatía automática hacia las ideas impuestas por la tradición en materia de sociabilidad, relaciones y solidaridad.
El alcance de las transformaciones generadas por las ciberculturas demanda el esfuerzo de numerosos investigadores alrededor del mundo. Si a esto le sumamos que el impacto de las tecnologías de la información y la comunicación no es igual en todas partes, quedan suficientemente claras las dimensiones del reto que enfretamos. Ahora bien, para acometer esta empresa con éxito, no es apropiado asumir que los especialistas llevan a cabo su labor por separado, de una manera atomizada y aislada. Requiere del esfuerzo concertado de instituciones de diversa índole y nivel, amén de un ambiente en el que se apliquen los principios de las culturas de información, comunicación y conocimiento. A esto no escapan los países catalogados como «periféricos», los cuales no están por eso desvinculados de la red de flujos del sistema-mundo, pues, como indica González, en esas naciones «operan nodos vitalmente interconectados del “centro”» (2003: 15).
Por su especial vinculación con las naciones y localidades de las que forman parte, al menos en principio, y sin negar la enorme importancia de políticas oficiales asertivas, las universidades latinoamericanas están llamadas a crear condiciones para que esta labor de investigación cibercultural rinda frutos y, a la larga, se traduzca en una mejora de las condiciones de vida de nuestras sociedades, en especial de los sectores históricamente más desfavorecidos. Ello exige «tocar la forma en que nos organizamos para generar conocimiento» (González, 2003: 45). Asimismo, implica apostar por la formación de los universitarios para que se conviertan en individuos autoprogramables, capacitados para la generación de conocimiento y el procesamiento de información de manera inteligente. De no asumir estas responsabilidades en un futuro próximo, Latinoamérica desaprovechará las abundantes oportunidades creadas por el auge de la comunicación de tercer orden y quedará aún más rezagada en comparación con el resto del mundo.
FUENTES CONSULTADAS
González, Jorge (2003). Cultura(s) y cibercultur@(s): incursiones no lineales entre Complejidad y Comunicación. México: UIA.
Vizcarra, Fernando y Ovalle, Lilian (2011). Ciberculturas: el estado actual de la investigación y el análisis. Cuadernos de Información, 28, 33-44.