28 de julio de 2008
Con la ansiedad por compañera, el corresponsal extranjero estacionó cerca del Alba Caracas. “Protégeme, Santa María, Buda o Alá, el que sea verdadero”, suplicó, mirando al cielo con los ojos aguados. Aún tenía en la memoria las tenebrosas advertencias de guerra de Hugo Chávez, estruendosamente difundidas por la televisión, en directo desde Venezuela. También tenía fija la declaración filtrada al exterior de los empresarios opositores hace unos años, dando apoyo a un paro de larga duración. Sus labios apretados y la tez desteñida le hicieron recibir burlas a lo largo de todo el recorrido por las instalaciones del hotel. “La violencia política está tan enclavada que ya ni se asustan. ¡Son iguales a los espartanos!”, pensó a las puertas de la sala temporal de negociaciones.
A derecha e izquierda del auditorio, podía ver a los empresarios cuchichear con impaciencia sus planes estratégicos en la sala de reuniones. Al frente, el asiento del líder rival acababa de ser ocupado por quien le correspondía. La mesa estaba servida para las tensas discusiones de bandos jurados a muerte y que luchaban el control de la nación. Como no queriendo la cosa, el periodista europeo se sentó en el puesto más cercano a la salida.
El presidente emprendió su perorata con suma calma. “Esto no es normal, seguro que empieza así para adormecerlos y liquidarlos cuando menos se lo esperen”. Los empresarios miraban al de guayabera roja con cara de sueño apresurado. “Disimulan, pero estoy seguro que en sus chaquetas preparan un dardo envenenado”.
Poco a poco, el discurso fue subiendo en intensidad, aunque no llegaba a los máximos decibeles de otras épocas. “Ya viene el intercambio de disparos, mejor me voy parando”, se dijo en un murmullo, pero la relajación de la gente en los alrededores le indicó que todavía no era necesario. Los escuchas se iban deslizando en las sillas ligeramente, casi como si estuviesen en la comodidad de sus casas. “Parece que tratan de agudizar su estrategia disuasiva. Son unos maestros del engaño”.
Chávez, estratega del gobierno anticapitalista, soltó un par de conminatorias hacia los comandantes del Batallón Polar y del Batallón Banesco. “Los fuerza a soltar sus ahorros, esto es una declaración de conflicto”, meditó, apretando el bolso donde guardaba su casco, su armadura y unos cuantos víveres de extrema necesidad. Mendoza y Escotet intercambiaron unas cuantas palabras inaudibles. “Se viene lo feo. Esta situación es peor que la de Irak y no tiene tanta publicidad”, reflexionó, al tiempo que separaba su espalda del respaldo de la silla.
El duelo comenzaría en cualquier momento, de eso estaba seguro. Fue recordando las conversaciones sostenidas con todos los venezolanos que había conocido en su vida. “Mira, te explico, este gobierno nos manda directo al socialismo cubano de Fidel y sus acólitos”, afirmaba con una sonrisa escéptica un enconado opositor. “Los empresarios son la mano derecha del imperio, los mismitos que planificaron el golpe del 2002 y que ahora andan con lo del golpe suave”, la aseguró cierto embajador criollo de gira mundial.
Con todo y esos perversos antecedentes, las cosas seguían con su pasividad de rutina, como si se tratara de una reunión común y corriente. Todos a su alrededor andaban tranquilazos, cual si se hallaran en algo típico de todos los días. Estaba muy confundido. ¿Se habría equivocado de país? No, sin duda se hallaba en Venezuela, la misma patria que se encaminaba al socialismo del siglo XXI y la misma en la cual los norteamericanos veían en riesgo sus intereses.
Al poco rato, el discurso terminó y los camarógrafos del canal estatal comenzaron a marcharse. Más cerca de él, andaban los empresarios en conversaciones con los periodistas del terruño. De aquí para allá veía los movimientos de gente de ambos sectores, quienes luchaban por no mirarse, aunque sin ningún atisbo de agresividad. “Nos ganamos alguito de rial”, escuchó de la boca de un dueño empresarial. “Con esto nos ganamos unos cuantos votos para las elecciones de noviembre”, comentó algún ministro cuyo rostro no alcanzó a localizar.
Aturdido, salió del lugar. Tropezó varias veces por las distracciones de su pensamiento, sin embargo consiguió dar con la ruta correcta hasta el carro alquilado. Dentro, soltó un suspiro de alivio. Había sobrevivido a la guerra civil aparentemente más cruenta de los últimos años y, con todo y eso, no había salido nadie herido. Le extrañaba el bizarro panorama político del país: los revolucionarios de ultraizquierda se reunían con los empresarios de ultraderecha y la violencia de palabras le ganaba a la de los golpes. “Una patria digna de Ripley, sin duda”, concluyó.