Bitácora de un viaje a Puerto Rico

20 de diciembre de 2013 – 3 de enero de 2014

 

Día 1

Puerto Rico está cerca. Veo una montaña nubosa que anuncia la proximidad del estado libre asociado. Nos sumergimos en ella por un rato. Entonces aparece San Juan. El cielo está tan nublado y el mar se ve tan gris que, momentáneamente, siento que estoy llegando a Londres. Las edificaciones bajas van cediendo terreno ante otras más altas. Veo una urbe con sus ingredientes tradicionales: edificios altos, luces rojas que avisan de la presencia de tráfico. El avión tiembla al aterrizar. Nos recibe una señora que, al enterarse de que es mi primera visita a Puerto Rico, me garantiza que comeré bien. Me habla del arroz con gandules y de una bebida típica navideña: el coquito. Nos chequean la documentación. Los policías de la ciudad tienen un aire estadounidense difícil de disimular. Después de llevarnos el equipaje, bajamos por una rampa mecánica que, supongo yo, está dañada. De ahí se pasa a un amplio corredor. A mano izquierda, hay locales de comida rápida. A mano derecha, el corredor se pierde de vista. Al frente, veo el exterior. Pruebo un sándwich con queso y espolvoreado con azúcar en El Mesón, una franquicia local. Nos espera un largo trayecto hasta Mayagüez. La ciudad me llama la atención por la falta de huecos, la superabundancia de señalización que nos acompaña en todo momento y los constantes sitios y anuncios publicitarios. Conozco las residenciales, apartamentos que el gobierno utiliza para alquilárselos a las personas más necesitadas. Conozco Isla Verde desde lejos, una zona hotelera. Al salir de la ciudad me impacta la presencia de locales y tiendas de marcas harto conocidas gracias a la experiencia propia y las series de TV: McDonald’s, Burger King, Subway, Walmart; antes de llegar a mi destino veo varias de estas franquicias repetirse. A veces, se interrumpen y surgen tandas de árboles. A vuelo de pájaro, alcanzo a conocer ciudades que se conectan con la autopista: Aguadilla, Moca, etcétera. Llegamos a Mayagüez. En el eje ciudad-pueblo es compleja de ubicar. Digo que es mitad pueblo, mitad ciudad. Un amigo guatemalteco está de acuerdo con mi opinión. Por algunos senderos, autopistas, veo las típicas franquicias. Por otros, veo calles de corte antiguo. Paso la noche en casa de mi hermana, en una zona apacible, solo trastocada por los Coquí. Me quedo dormido rápidamente.

 

Día 2

Mi hermana debe devolver el carro alquilado, razón por la cual emprendemos un nuevo viaje. Me impresiona una vía plagada de locales especializados en la venta de automóviles. Todos exhiben con impunidad sus hileras de automóviles, decorados con globos. Para su publicidad no temen usar dragones y gorilas de colores anormales. Siendo honestos, les digo que no pude contar con exactitud el número de sitios. Mi hermana me cuenta que la compra de un automóvil no es una idea descabellada para un habitante promedio. En el camino, pasamos por un aeropuerto bastante pequeño, presumiblemente limitado al transporte de mercancía. Aparcamos en el sitio donde fue alquilado el Nissan. Esperamos afuera, pero bajo su techo. Hay una máquina expendedora de bebidas. Son comunes. Vemos al dependiente de la tienda estacionar uno de sus transportes, uno rojo. Sus clientes, angloparlantes y de tez rosada, se conforman con el transporte que les ofrecen. El dependiente se va. Los estadounidenses se fijan en una lagartija que está sobre el capó. Guiándola con sus manos y un papel, diciéndole: “come on, buddy”, logran que el mato se baje del carro pasando por una de las ruedas delanteras. El carro de mi hermana no es tan fino como el Nissan, pero cumple con sus funciones a cabalidad. Mientras volvemos a pasar por el aeropuerto, noto que un avión de Luftansa, ya en la pista, está por despegar. De pronto, un ventarrón invade nuestro carro con lo que parecen ser piedritas y polvo, lo que me hace pensar que un huracán o un tornado nos ha tomado por sorpresa. Al final, no era otra cosa que el despegue del avión. De regreso a Mayagüez, hacemos una parada en un mirador de Aguadilla. Desde allí, tenemos ocasión de admirar el mar y el cielo azules de Puerto Rico, así como uno que otro barquito. El sol traza una línea incandescente que vaticina su pronta despedida. Compartimos el sitio con otra gente, alguna no habla ni español ni inglés. Para cerrar la jornada, pasamos por el núcleo de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico. Está prácticamente vacío por ser una época de vacaciones La extensión del sitio me hace pensar en la UCV; el verdor multiplicado y la apariencia de los edificios, en la USB. Pasamos por una plaza frente a la biblioteca, varios edificios diversos, unas canchas de tenis y un complejo de piscinas. Le echamos un ojo al riachuelo, que crece cuando la temporada de lluvias azota esa parte del país.

 

Día 3

Tomamos la decisión de ir al cine a ver la segunda parte de la trilogía de El Hobbit. Vamos al centro comercial Western Plaza. No se parece en nada a los que conozco en Venezuela, por lo general de varios pisos y gran altura. Este sitio tiene una sola planta y es rodeado por el estacionamiento por varios lados. Al lado de algunos automóviles hay carritos de mercado. Allí los olvidan después de hacer sus compras. La gente del supermercado se encargará de ir a recogerlos. Hay puestos disponibles. A la taquilla del cine se accede directamente desde allí. En las paredes veo los afiches, iluminados por bombillos como si se trataran de los espejos del tráiler de una estrella de cine. Al frente, está la taquilla, coronada en su parte superior con una pantalla ancha que muestra las salas y las películas. Mi hermana compra los pasajes en un santiamén. Nuestra sala está cerca del mostrador donde se compran las cotufas y los refrescos. Otra empleada, encargada de tomar los tiques, nos dice por dónde hemos de ingresar. Esperamos que los barrenderos terminen de limpiar la sala. La sala es pequeña, de paredes rojas, pero está bien refrigerada gracias a la magia del aire acondicionado. Además, es accesible para las sillas de ruedas. La pantalla está flanqueada por los pliegues de un telón de teatro igualmente colorado. La gente va ingresando, algunas con niños pequeños que, probablemente, no entenderán la película. El sitio se llena de conversaciones con acento boricua y algunas palabras en inglés. La gente les rehúye a los primeros puestos, los que están más pegados de la pantalla. Un grupo se queda parado al fondo del cine, reacia a usar los asientos mencionados. Tras media hora de comerciales sobre el pan Holsum y la marca de celulares Claro y de mensajes que promueven el orgullo y el turismo puertorriqueños, inicia la película. Los espectadores de pie se van. Dejan un reguero de cotufas donde estuvieron sentados. El público vive intensamente las aventuras de Bilbo Bolsón y los enanos: se asustan, se ríen, se alivian. El final abrupto de la cinta, que deja todo abierto para la tercera entrega de la trilogía, los desconcierta. Abandonan la sala. El estacionamiento tiene menos gente. Veo un tráiler rematado con banderas patrias y donde se lee claramente la palabra “fireworks”. Nos vamos.

 

Día 4

Este día lo reservamos para ir a la Plaza Colón. Las casas antiguas, perfectamente conservadas, avisan que hemos traspuesto un umbral, nos retrotraen a una época en la que Puerto Rico formó parte del dominio del Imperio Español. Algunas vías son oscuras y solitarias. Al principio es incómodo transitarlas, arropados por el manto de la inseguridad caraqueña, pero pronto se nos va pasando la tensión. Como es Navidad, la plaza está recargada de luces multicolores que abrazan árboles y que toman formas apropiadas para la época en las jardinerías. Los faros son curiosos: estatuas metálicas negras sostienen los bombillos cual si fueran antorchas. La estatua de Colón tiene enfrente una tarima, dispuesta para las actividades de esos días. Al fondo, está la Casa Alcaldía, medio tapada por otras formas luminosas: personas, obsequios, tambores, etcétera. Del otro lado, se erige la Iglesia, imponente, orgullosa. Vamos a la Casa Alcaldía, que, extrañamente, está abierta al público. Hay un nacimiento, de figuras grandes, aunque no tanto como para ser equiparables a las dimensiones de una persona promedio, con todo y Reyes Magos. Nos sentamos cerca de un puesto de comida y bebida llamado Friend’s Café. Mis acompañantes me ofrecen una bebida “muy consumida” por ahí, una European Soda, le dicen. Pruebo un poco. Parece una mezcla de refresco con jugo de manzana artificial. Me tomo la cantidad que puedo con el sorbete (la palabra “pitillo” es extranjera en este país). Las otras mesas están igual de concurridas, así como el resto de la plaza. No hay un grupo etario específico: por aquí y por allá merodean personas, y en las calles adyacentes dan vueltas automóviles, delante de las tiendas y los tarantines, que ofrecen recuerdos religiosos y no religiosos. Nos aproximamos al interior de la plaza de nuevo al saber que está por empezar un acto. Se trata de una actividad estrictamente religiosa, un nacimiento viviente. Mientras los actores mudos, ataviados con vestimenta típica de toda dramatización referida a los tiempos de Jesús, gesticulan y se mueven, una voz proveniente de algún micrófono pronuncia los discursos de los personajes y narran los hechos. Como el acto se extiende más de la cuenta, decidimos marcharnos a casa.

 

Día 5

Es 24 de diciembre. Vamos al litoral de Mayagüez. Aparcamos en un estacionamiento con bastantes puestos disponibles. Se trata del estacionamiento de un parque que se extiende paralelo a la orilla del mar, un mar calmo y gris. Me distraigo momentáneamente cuando veo un hombre sin camisa transitando por la acera opuesta, pero no a pie, sino a caballo. No es casual. A poca distancia, hay un conjunto residencial con espacio para caballos. Nadie utiliza el parque para bañarse ni nada por el estilo. En el parque, me topo con un puente de madera curvo que conecta las aguas del mar con las de un riachuelo que no luce del todo bien. A mano izquierda, localizamos estructuras aptas para el disfrute de los patineteros y algunos puestos para ir al baño. Vemos a una mujer supervisando el paseo en bicicleta de un niño. Como hay unas instalaciones deportivas del otro lado de la avenida, cruzamos por una pendiente de la acera para personas con discapacidad, identificada con la tradicional figura blanca sobre fondo azul. El estadio Isidoro García, sede de los Indios de Mayagüez, tiene buena pinta. Se nota que, si no recibe mantenimiento diariamente, por lo menos lo recibió hace poco. La imagen del equipo decora esa cara. Al frente del estadio hay una intimidante estatua de un pitcher que pareciera querer lanzarle a un cátcher que está en el otro extremo del mar. Damos un rodeo y descubrimos el rastro de empaques y vasos prototípico de un partido reciente. Ese día no hay juego. También le echamos un vistazo al hermano estadio de fútbol, que con grandes letras da a conocer su nombre. Hay, adicionalmente una pista de atletismo, aparte de la de fútbol y rodeada por un enrejado, que en ese momento es acaparada por una legión de palomas. Retornamos al estacionamiento. Vemos el paso de un bólido diminuto, más veloz que los ya veloces conductores de la ciudad. Incluso adelanta a otro carro. Nuestra siguiente parada es el Parque de los Próceres Puertorriqueños. Hay placas con los relieves de las caras de los homenajeados, distribuidas aquí y allá y rodeadas por una vegetación fresca. Una mujer nos desea felicidades (está cerca la Nochebuena). El collage tropical del cielo se hace más llamativo cuando vamos de regreso al carro.

 

Día 6

Partimos con rumbo a Moca. Este viaje, más que turístico, será culinario, pues una familia que conoce a mi hermana nos ha invitado a disfrutar de un almuerzo navideño. El sitio donde viven es algo montañoso. Desde el patio, rodeado por una valla, pueden verse varias hileras de casas salpicadas de paréntesis verdes. La casa a la que me dirijo tiene un solo piso. Es de color blanco, y sus ventanas son ocultas por persianas a juego. Dentro, me encuentro un hogar de clase media, con sus muebles y su comedor en una misma habitación. En las paredes, veo cuadros con fotografías familiares. En las mesitas, en cambio, veo adornos de corte religioso e, incluso, un bol con flores artificiales repleto de piedras de colores. Un chihuahua inquieto y algo nervioso merodea de allá para acá, su cama de gato está cerca del televisor, en el que, por cierto, pasan, en algún momento de la visita, El Chavo, versión animada. Pronto nos invitan a comer. Todo se sirve de una vez, todo está en la mesa rectangular. Lo primero que pruebo es el pastel, una especie de hallaca hecha con guineos (cambures) o plátanos, en cuyo interior coexisten trozos de carne y unos cuadritos amarillos que no logro identificar. La masa tiene un sabor sutil, no asociable de buenas a primeras con su origen, que contrasta con lo salado de su relleno. Acto seguido, como un poco de ensalada con granos de maíz, zanahoria y repollo. Por último, saboreo un rollito de pollo con jamón en su interior. Como es costumbre, me topo con algún producto raro, al menos para un venezolano; esta vez, descubrí que venden jugos con aloe vera. Lo pruebo. Es el típico sabor de esas bebidas, pero combinado con un toque de monte. Hablamos un poco después del almuerzo, aunque eso no nos impide terminar de llenarnos el estómago con un Panetone. Más allá de ciertas peculiaridades idiomáticas y del acento, me sorprende la similitud del habla puertorriqueña y la venezolana. No hay riesgo de no ser entendido, porque muchas expresiones son parecidas. Nos despedimos con cordialidad para compensar la amabilidad del trato recibido.

 

Día 7

Día casero, apto para hacer un primer balance de mi visita a Puerto Rico. He estado tomando apuntes en días anteriores, pero hoy me lo tomo más en serio. En la laptop tengo acceso a wifi. Me asombra la rapidez con que se cargan las imágenes, los videos, las webs, las redes sociales. La televisión, en cambio, no me asombra tanto, ya que, en cierta forma, se asemeja a la venezolana, de la cual no soy precisamente un fan. Aun así, algunos asuntos merecen ser mencionados. Destaco que es digital y que, a veces, la imagen falla, de la misma forma que falla cuando hacen una transmisión vía satélite en un programa en vivo y en directo. Los dos canales más importantes son Wapa TV y Univisión Puerto Rico, que parece hermano de Venevisión Plus; de hecho, una vez estaban pasando capítulos de Bienvenidos que mostraban a actores venezolanos mucho más lozanos que en la actualidad. ¿Qué otras cosas ofrece la televisión puertorriqueña? Telenovelas, programas de concursos, magazines con toques de comedia, un comercial con una canción del cantante Tito sobre el orgullo puertorriqueño y que todavía tenía pegada cuando regresé a Venezuela. Lo más peculiar que tuve oportunidad de ver fue una entrevista que le hizo un comediante al gobernador de Puerto Rico, García Padilla, quien, por cierto, parecía sentirse muy cómodo en presencia de las cámaras. Por supuesto, también hay noticieros. Dos hechos destacaban por aquellos días. El primero tenía que ver con protestas de docentes y jueces a raíz de una serie de medidas tomadas por el gobierno que los perjudicaban. El segundo tuvo que ver con un niño que sufrió una herida por culpa de una bala que se coló por la ventana de su casa, la cual no me sorprende si tomo en cuenta los comentarios que aseguran que los homicidios están empezando a convertirse en un problema en la Isla del Encanto. Tuve ocasión, por igual, de descubrir que el Congreso del país estaba considerando la posibilidad de aprobar una ley relacionada con los medios que favoreciera a los puertorriqueños. Supongo que, después de todo, no fue tan inútil dedicarle tiempo a la tele.

 

Día 8

Nuestra meta del día es ir a conocer Ponce, que está a una hora de Mayagüez en automóvil. Es el viaje más largo que hacemos en nuestra estadía, sin contar los de ida y vuelta. De pasada, veo una refinería abandonada con marcas evidentes del paso del tiempo. Ocupamos un puesto en el estacionamiento, donde hay varios espacios disponibles. Hay mucho sol, pero el calor es soportable. Al frente, veo una hilera de casitas. Vamos hacia allá. Detrás de las casitas, hay un paseo tablado cercado con una baranda que lo separa de las mansas aguas del mar. Luego, más allá de las construcciones, hay otro camino que nos permite ver el agua desde otro ángulo. Allí encontramos una suerte de muelle techado atestado de gente emocionada ante la posibilidad de alimentar con sardinas a gaviotas, pelícanos y unos peces larguiruchos que no le temen a la marea baja. En el camino dejado atrás, hay un mirador, prácticamente una torre. Otra cosa llamativa de esa porción de agua es la gran cantidad de veleros inactivos, a la espera de gente que les dé vida. Volvemos al estacionamiento y nos dirigimos a la playa que está a mano derecha. Algunas personas ocupan la arena, otras aprovechan los resquicios dejados por las algas para refrescarse. Seguidamente, vamos a la Plaza Las Delicias. Estacionamos en una zona de residencias de toque colonial. Me llama la atención una que recuerda lejanamente a las edificaciones grecorromanas. La plaza está llena de esculturas de leones, no solo en la fuente central, sino en los alrededores. Estas últimas han sido pintadas por artistas diversos de acuerdo con sus gustos. También hay un museo de bomberos en la misma plaza. Cuando nos estamos yendo, somos testigos de la llegada de una novia a una iglesia de las proximidades. Cerramos la jornada en Cabo Rojo, otro pueblo turístico donde se mezcla la estética colonial con lo más reciente. Su plaza, con una escultura central y una clase de anfiteatro, está muy cuidada. Para los que quieren consumir algo, hay un kiosco en el que expenden café con queso y una ramita de canela. La noche está cerca cuando decidimos ir a casa.

 

Día 9

Nos invitan a ver una obra en el Teatro Yagüez, que queda cerca de la plaza Colón, la misma que visitamos durante el cuarto día de mi estadía. Al igual que muchos otros edificios de la zona, su arquitectura hace que uno se remonte a otros tiempos. Según el programa que tuve oportunidad de revisar, se llama Top Hat, organizada por Compañía Ballet Escenario, un instituto de danza. No ingresamos de inmediato: debemos esperar a que abran las puertas junto con otras personas. Al ingresar al interior del recinto, me doy cuenta de que la informalidad de mi ropa choca con la formalidad de la indumentaria del público, constituido en buena medida por niños, y los acomodadores. Estoy en un palco, de modo que puedo mirar a la gente de las butacas. Las luces se apagan para anunciar que la obra está a punto de comenzar. Se abre el telón. Antes del inicio, nos muestran un videoclip. Cumplidas las formalidades del caso, inicia Top Hat. Parte del show se lo roban unas pequeñitas bailarinas de ballet, en especial una que no es particularmente habilidosa, pero que consigue enternecer al público con sus equivocaciones, lógicas al tomar en consideración que, a juzgar por su edad, es la más joven del grupo. Por supuesto, no son las únicas personas. También hay bailarines y cantantes adultos, entre ellos el protagonista de la historia. El recorrido musical y escenográfico es minucioso, por lo que no es tarea fácil recordar todos los momentos de la obra, mucho menos en orden cronológico. Aun así, alcanzo a rememorar varios: las niñas desplazándose por una ambientación que hace pensar en un lago congelado, una mujer pelirroja cantando, una coreografía sacada de una película vieja de John Travolta, hombres y mujeres bailando al son de unos tambores de ritmo relativamente lento. Vivir la vida, la canción de Marc Anthony que estaba de moda por aquellos días, también hace acto de presencia, lo que yo ya había previsto. Aparece sobre el final, cuando una bandera puertorriqueña es proyectada detrás de los artistas. El público, que parece bastante satisfecho con lo que ha visto, se despide de los artistas con aplausos.

 

Día 10

Otro día para quedarse en casa y reflexionar sobre lo visto hasta ahora. La casa en la que me estoy quedando, de una sola planta, es bastante chica, no apta para albergar demasiada gente. Comparte territorio con una casa de dos plantas, que la separa de la calle. Allí viven otras personas que también deben pagar alquiler. Para salir a ella, hay que pasar al lado de esa vivienda más grande, por una zona en la que hay una manguera. Una reja blanca la separa del exterior y del territorio de la vivienda del patio contiguo, desde donde se pueden escuchar claramente las conversaciones de los vecinos, una pareja mayor. Llegué a ver al señor una vez, de cabello canoso y contextura gruesa. Es de esas personas que sabe tratar amablemente a la gente, aunque no la conozca mucho. Por ese patio, merodea un gato callejero de color negro con notorios problemas de peso, presumiblemente por las atenciones que recibe de más de un residente de la zona. La pintura rosa de la fachada de la casa en que me estoy quedando me hace pensar en las Barbies. Desde la perspectiva de quien entra, hay una sala-cocina-comedor a mano derecha, un dormitorio a la izquierda y un baño justo al frente. A veces, en las noches, llegué a escuchar desde la sala las conversaciones en chino provenientes del otro lado de la calle; sobra decir que no entiendo nada. Sin embargo, cuando la noche está avanzada, no hay sonido que interrumpa el sueño. En una ocasión, las personas de la casa del patio contiguo llegaron a poner música caribeña, pero la quitaron antes de que me acostara a dormir. Tampoco recuerdo haber sentido el paso de automóviles. En realidad, esa calle residencial es poco transitada, no solo de noche, sino incluso de día. Cada vez que salía, lo único que encontraba era personas, muy pocas, y gatos. Desde la perspectiva de quien sale del patio, puedo describirla así: a mano izquierda, la vialidad cambia de dirección para rodear una cancha de baloncesto en buen estado, a pesar de algunos rastros de suciedad en el monte adyacente; a mano derecha, el trayecto se eleva. Lo apacible del lugar me hace pensar que vivir allí no sería nada desagradable.

 

Día 11

Vamos al Mayagüez Mall. Comparado con los centros comerciales caraqueños, este es bastante chico, aunque eso no le impide estar bastante concurrido, algo lógico si tomo en cuenta que es 30 de diciembre. Encontramos estacionamiento sin mucho esfuerzo. Entramos. Lo primero que veo es un local de videojuegos, en el que detecto un anuncio con un mensaje pintoresco: “No vagear”. Más adelante, veo otro local, pero de comida. Al fondo, hay un trencito con motivos infantiles que circula por unos raíles que lo ponen a dar vueltas en círculos. Luego de eso, el pasillo gira a la derecha, donde, obviamente, hay más tiendas. Particularmente, me asombro con la riqueza de aparatos tecnológicos que hay en una tienda y te hace sentir que has dado un salto momentáneo al futuro. En otra parte, veo una tienda de electrodomésticos, en la que hay televisores, lavadoras, laptops y más aparatos en oferta. Me fijo en los videojuegos de PS3 que venden por si acaso hay alguno que me interese, aunque no tenemos dinero para comprar alguno. No le dedico demasiado tiempo a los de PS4. Por el centro comercial, merodea una agrupación que canta canciones de corte navideño; arrastran consigo un equipo de sonido para que nadie tenga problemas para escucharlos. Me tomo fotos delante de una fuente y delante de algunas de las decoraciones navideñas que engalanan el sitio. Hacemos una pausa en un banco mientras uno de mis familiares busca una tienda de ropa que ofrezca lo que busca. Mientras estoy allí, me fijo en la apariencia de las personas, lo que me hace confirmar algo que ya sospechaba: en líneas generales, los puertorriqueños, si me olvido del acento, no difieren en lo más mínimo de los venezolanos. Al igual que nosotros, son producto de una mezcla de procedencias, como lo atestigua la variedad de tonos de piel con los que me topo. Por un momento, siento que estoy de regreso en Venezuela o que, más bien, nunca me he movido de allí. Es como si aún estuviera en casa. No tardamos en recorrer el centro comercial. Sus dimensiones no permiten extender la estadía por demasiado tiempo.

 

Día 12

Día de compras de última hora. Tenemos que gastar 1000 dólares en menos de 24 horas, pues tememos que la tarjeta de emergencia se venza con la llegada de 2014. Empezamos por el local comercial donde venden equipos de computación. Está muy surtido: venden pendrives de formas variadas, gift cards de Amazon, Starbucks y afines y un montón de aparatos tecnológicos típicos de esta clase de tiendas. Compramos una laptop con pantalla táctil, no sin antes rechazar el antivirus y la versión más reciente de Office que nos ofrece la vendedora. Posteriormente, hacemos una parada en Walmart, donde compramos, entre otras cosas, un termo. Antes de marcharnos, me detengo en unos puestos donde venden libros, muy cerca de la salida. Quedo decepcionado al notar que la selección de títulos no es particularmente buena. Lo más destacable son los libros de Mario Vargas Llosa, pero yo ya he leído varios de sus libros. Al final, me conformo con llevarme una novela de Elena Poniatowska relacionada con la historia de México. La noche concluye con una conversación por Skype con unos familiares, lo que me permite contrastar mejor las dispares formas de celebrar en Caracas y en Mayagüez: mientras en la capital de Venezuela resuenan los fuegos artificiales, en aquella parte de Puerto Rico apenas se oyen. A partir de ese momento, entiendo mejor qué se siente estar lejos de una parte importante de tus seres queridos. La tecnología, pese a todo, no consigue suplantar la proximidad física del todo.

 

Día 13

En la mañana, divido mi atención entre la laptop y el Desfile de las Rosas. Noto que siempre me olvido de la existencia de ese evento hasta el momento en que lo veo en televisión, quizás por caer en Año Nuevo, cuando estoy pendiente de otras cosas. Recuerdo, particularmente, una carroza de la que salían tres carritos conducidos por los extraterrestres de Toy Story. En la tarde-noche, asistimos a la Catedral de Mayagüez, la que queda enfrente de la Plaza Colón. Lo más llamativo de su interior son los paneles de vidrio que resguardan la frescura del aire acondicionado y que separan el interior de la estructura del exterior, los cuales contrastan con la estética típica de un lugar de oración católica. La parte posterior del altar me parece sumamente elegante con su color dorado. Durante la misa, se entienden perfectamente las palabras del sacerdote que la está oficiando, ayudado por un micrófono, detalle que contrasta con mis experiencias previas en materia de misa, la cual cumple con todos los procedimientos habituales que caracterizan las misas católicas. Nos tomamos una foto con el sacerdote, quien, de pasó, nos cuenta que estuvo en Caracas en 1991 y comenta que es consciente de que la situación de Venezuela en la actualidad es difícil. Al marcharnos de ahí, ya de noche, decidimos hacer una parada en la Plaza Colón, donde mi hermana y su amigo acostumbran estar frecuentemente. Un grupo de personas se aglomera en un sitio iluminado por reflectores, así como los que se usan en los estudios de filmación. Nosotros preferimos permanecer en un banco, a poca distancia. Están cantando una canción que repite en infinidad de oportunidades la misma letra: “Dame la mano, paloma”, la cual, como es obvio, se llama así. Su música, si bien es agradable, mantiene el mismo ritmo durante todo el rato. Mis acompañantes me cuentan que esa canción suena hasta la saciedad durante la Navidad. Sin embargo, a la gente que está alrededor aquello no parece molestarle demasiado, porque muchos dan palmadas entusiastas. Después de pasar otro rato agradable, decidimos que ya es hora de volver a casa.

 

Día 14

El último viaje lo invertimos en conocer un poco más Aguadilla, pues mi primera visita fue sumamente breve. Como siempre, el recorrido hay que hacerlo en automóvil, lo que se compensa con la rapidez que implica la ausencia de tráfico. Es el primer trayecto de ida que hacemos de noche. El pueblo tiene un toque colonial que lo hace agradable y acogedor. En algún punto, noto que pasamos por un malecón, aunque la oscuridad me impide ver con claridad el oleaje. Estacionamos en una calle aledaña a la plaza, solitaria pero segura. Mientras nos estamos bajando, pasa un carro con reggaetón a todo volumen. No consigo verle la cara al conductor.  Hacemos un recorrido por la plaza, la cual tiene un detalle curioso: en un edificio, hay una pantalla gigante desde donde transmiten la señal de un canal de televisión local. Están pasando Machete, la película de Robert Rodríguez que protagoniza Danny Trejo. Pero no parece servir de nada la apuesta, ya que no se escucha absolutamente nada. Junto a ese edificio moderno, hay uno que tiene una apariencia mucho más antigua. En la plaza, hay un grupo de hombres hablando y haciéndose bromas. Por un momento, me inspiran desconfianza, pero aquellos sujetos andan metidos en lo suyo. Me llama la atención un busto a una figura emblemática y una escultura que parece varias campanas. Aparte de eso, hay una serie de figuras de luces que le dan un toque navideño al sitio. Después de recorrer la plaza, compramos helados de vasito en una heladería cuya entrada da hacia la plaza. A mí me toca un helado de limón que, a pesar de su notoria dulzura, algo a lo que no estoy acostumbrado debido a mi dieta, sabe bastante bien. Mientras comemos, un niño de pelo rubio que anda merodeando por allí se acerca a nosotros de cuando en cuando para rugirnos como un león. Al final, tiene que dejar de hacer eso, pues la mujer encargada de cuidarlo lo regaña. No es el único niño que anda por ahí. Al volver a casa, pasamos otra vez junto al malecón, mientras yo me imagino cómo se debía de ver ese sitio durante las mañanas y pienso que al día siguiente terminará mi viaje.

 

Día 15

A las ocho de la mañana, nace mi día de despedida. Es la primera vez que salgo a la calle antes del mediodía, así que es una experiencia nueva para mí. Está haciendo frío, un frío agradable que no me hace tiritar ni nada por el estilo. El viaje desde Mayagüez hasta San Juan tiene una duración de dos horas. Llevamos media hora recorrida cuando debemos devolvernos porque se nos quedaron algunos papeles importantes. Los buscamos y, un poco preocupados por la demora, volvemos a empezar. A pesar de que me prometo que permaneceré despierto durante todo el trayecto para así grabarme la mayor cantidad de detalles posibles, no consigo mi propósito. El sueño consigue imponer su criterio Necesito cerrar los ojos por un rato. Al final, termino quedándome dormido. Despierto cuando falta poco para llegar. Entonces nos atrapa una cola en San Juan, la cual, pese a todo, no nos impide llegar a tiempo, a diferencia de las dificultades que afronté en la ida. Entramos al estacionamiento y aparcamos. Me agrada sobremanera la apariencia del aeropuerto de día, pues luce absolutamente limpio. El sitio está a rebosar de gente, pero no nos cuesta demasiado encontrar la cola que nos corresponde. Usamos un ascensor. Un policía, en medio de disculpas, nos dice que necesita revisar mi silla de ruedas porque así se lo ordenan las normas. Mi padre y no aceptamos sus disculpas; entendemos que tiene que cumplir con su deber. Una vez en el avión, nuevamente repleto de venezolanos, noto que el sol le da un brillo dorado a la pista. Nuevamente, me parece que el avión se tarda una eternidad en ocupar su posición y despegar, pero, finalmente, sin ningún contratiempo, hace ambas cosas. Durante el viaje de vuelta, al igual que el de ida, lo único que veo, prácticamente, es kilómetros y kilómetros de océano. En algún punto, esa tendencia se interrumpe y veo un espectáculo de formas que reconozco como Los Roques. Le tomo una foto con mi nuevo iPod para atesorar ese recuerdo. Tras bordear la línea de tierra por un rato, el avión se adentra en Venezuela. Mi madre, mi otra hermana y un primo nos están esperando.

Descubre más
de josé court

error:
Scroll al inicio