Redacción, relatos y testimonios recopilados por Arnaldo Pinto
Compilación biográfica por José Court Pinto
Caracas, mayo 2020.
Biografía Carlos Pinto (1908 -1980)
Nació el 14 de octubre de 1908 en Aragua de Barcelona, Municipio Aragua, Estado Anzoátegui, Venezuela. A los seis meses de edad, quedó huérfano de su madre, Carmen Teresa Pinto, quien falleció el 06 de abril de 1909. Lo único que supo sobre su padre fue su apellido, Arreaza, y que era el padrote del poblado. Quedó bajo el cuidado de su tía Guadalupe Pinto. Realizó sus estudios de educación primaria, aunque no los completó, en su pueblo natal.
Desde temprana edad, mostró interés por la fotografía, pintura, escultura y, de manera novedosa para la época, la proyección cinematográfica. Desarrolló todas estas actividades más adelante en diversas áreas del Estado Anzoátegui y en localidades cercanas al Estado Guárico.
El Doctor Pedro Filiberto Jiménez Muñoz, quien se crió desde muy niño en esa población, y autor de la amena obra Aragua de Barcelona de los años 30, impresa en los talleres de tipografía “El Rincón,” Caracas 1984, le dedica a Carlos Pinto unos párrafos en su página 40, y que aquí se transcriben:
Fotógrafos: para entonces había pocos fotógrafos profesionales y uno que otro aficionado
Entre ellos recordamos a dos que catalogaremos de profesionales y que se les llamaba con el calificativo de “locos”: El loco Fajardo y el loco Carlos Pinto, quienes fundamentalmente por la Plaza Bolívar y una que otra vez en alguna esquina o casa de familia, gastaban media hora para tomar una de las “artísticas” poses del cliente.
El loco Carlos Pinto era verdaderamente genial y además de fotógrafo le conocíamos habilidades de escultor, pintor y mecánico fino, hasta el punto de haber construído un rústico aparato para proyectar películas que denominó el “Pintógrafo” y que, de haber sido en esta época, hubiese constituido un revolucionario invento.
Como aficionados recordamos a: don Beltrán Dalla Costa, siempre elegantemente vestido. Andaba con su cámara terciada al hombro, trabajaba en la Jefatura Civil y tenía como afición tomar fotografías de personajes, grupos, etc. Pero se le conocía porque casi nunca mostraba sus fotos, pues, según las versiones de la época, la cámara, además de estar descompuesta, siempre la cargaba vacía.
Trayectoria posterior (relatos y testimonios de su hijo Arnaldo Pinto):
A los 24 años de edad, parte Carlos Pinto de su terruño con sus instrumentos de trabajo: cámara fotográfica, su rústico aparato proyector de películas, y uno que otros utensilios, rumbo a la parte norte del Estado, radicándose primeramente en Barcelona, posteriormente en el caserío Guayabal de Píritu, y finalmente, en la población de San Miguel, Municipio Peñalver. En estos sitios desarrolló las actividades que conocía y otras que con el transcurso del tiempo fue sistemáticamente adquiriendo, porque además se le conocieron habilidades como relojero, radiotécnico, electricista, soldador, mecánico dental y panadero. En el ámbito de la refrigeración, reparaba neveras, mientras que en mecánica, se ocupaba de la reparación de autos, camiones y plantas eléctricas. Llegó a ser también bodeguero.
Todas estas actividades las realizó a lo largo de los años en esta zona y en poblaciones vecinas: Pozo Hondo, Clarines, El Hatillo, San Lorenzo, San Pablo, San Francisco, Caigua, El Pilar, Boca de Uchire, Guaribe Tenepe, Valle de Guanape; así como San José de Unare y San José de Guaribe. Estas dos últimas ubicadas en el Estado Guárico.
Continuando con la dinámica trayectoria de Pinto; ya radicado en Guayabal de Píritu, además de las labores que allí realizó, es digno comentar otras, aquí recurrió a su ingenio:
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- En una ocasión en ese vecindario hubo una sequía que duró algún tiempo, los pozos de agua con que se surtían fueron secándose; ante tal situación, Pinto, perforó un espacio de terreno donde él presentía la existencia del preciado líquido. Esta perforación fue hecha a punta de pico, pala y chícura, el esfuerzo valió la pena porque efectivamente lo encontró, solucionando así, en parte su falta a los pobladores. Como retribución a su esfuerzo, le pedía (a los que podían pagar) una locha por tambor; esta locha era una moneda de circulación de doce céntimos y medio de bolívar (Bs. 0,12½).
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- Hacia 1940 en el interior de la República las señales de radio llegaban con irregularidad, principalmente porque muchas emisoras estaban ubicadas distantes de la zona oriental. Las primeras operaban desde Caracas y Maracaibo. Pinto solucionó este problema diseñando y fabricando un mueble metálico de aproximadamente 12 metros de altura. En este mueble, instala una antena receptora de señales que le permite captarlas con claridad y disfrutar de su radio.
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- En el citado poblado su medio de desplazamiento lo constituía una vieja bicicleta, a la misma le instaló un motorcito, que le permitió andar en ella sin pedalearla; de este modo convirtió su transporte en una especie de motocicleta, algo muy novedoso para la época.
Afortunado con las damas: relatos de la vida personal y familiar de Carlos Pinto
En Barcelona se casa por primera vez, de esta unión tuvo un hijo, que falleció a los 7 años de edad, víctima de poliomielitis. Después de la disolución de este matrimonio, se casa nuevamente en Píritu, teniendo una hija llamada Ana. Tras un nuevo divorcio, entre Pozo Hondo y Guayabal de Píritu, mantiene dos uniones concubinarias, de las cuales nacen dos hijos, Nelson y Juan, respectivamente.
En su tercer y último matrimonio, celebrado en 1944 en la población de San Miguel, Carlos Pinto contrae nupcias con Francisca Antonia Silva Silva, una mujer 20 años más joven que él, nacida en 1926. Francisca es la hija de Don Juan Manuel Silva Guapuriche y Doña Elisa Silva Arriojas, y de esta unión nacen cinco hijos: Clementina, Manuel, Arnaldo, Yrene y Celis.
En cuanto a su vida personal era muy reservado, no solía hablar de su pasado, cuando se le preguntaba algo sobre él, daba poca respuesta, o evadía el tema. Tenía una hermana que, desde su infancia, fue trasladada a Caracas por un familiar, y desde entonces perdió todo rastro de ella. En una ocasión, al preguntarle si conocía su dirección para intentar contactarla, su respuesta lacónica fue: «Esa debe estar muerta».
Lo mismo sucedía con una de sus hijas, Ana, a quien nunca llegué a conocer. En mi juventud, intenté localizarla cuando vivía en Barcelona, pero al finalmente dar con su dirección, descubrí que se había mudado a Anaco. Al llegar allí y encontrar su residencia, me informaron con pesar que lamentablemente había fallecido.
En cambio, sí conocí a los otros dos hijos, Nelson y Juan. No tuvo la fortuna de conocer a ningún pariente por parte de su madre y mucho menos por parte de su padre, quien lo abandonó. Lo único que sabía de él, al igual que yo, era su apellido: Arreaza.
Cuando yo era niño y lo veía que estaba haciendo algo, me le acercaba y le decía “Carlos, ¿qué estás haciendo?”, él me contestaba: “estoy haciendo un adore”, ante la respuesta, nuevamente le decía: “¿y para qué es eso, Carlos?”, él me respondía: “para metérselo por el culo a los preguntadores”, allí me agarraba, me abrazaba, restregaba su naciente barba en mi rostro, lo que me causaba mucha cosquilla; y cuando al fin me soltaba, yo salía corriendo, él se quedaba aun riendo, y allí finalizaba la escena de ternura y mi curiosidad.
Cuando era adulto, le preguntaba sobre diversos aspectos de su vida, pero no obtenía respuestas o simplemente me respondía con un «¿para qué quieres saber eso?». En particular, le consulté acerca de un incidente relacionado con un avión (que se detallará más adelante), pero no obtuve ninguna respuesta.
En San Miguel: ingenio y oficios, relatos de un visionario multifacético
Se dedicó a reparar una variedad de electrodomésticos, como neveras, máquinas de coser, radios y rockolas. Además, llevó a cabo trabajos de electricidad y, de manera ingeniosa, estableció una especie de panadería. Para ello, construyó personalmente un horno de barro. Procesaba la harina de trigo en una moderna maquinaria que él mismo instaló, equipada con dos grandes rodillos para compactar la masa y fabricar productos como pan, exquisitos golfeados, un pan dulce conocido como pavo, y las populares cucas (catalinas). Estos productos eran vendidos tanto en el pueblo como en sus zonas circundantes, como Guatacarito, El Sapo, Pedregal, Panamayal, Botalón, Piragua, entre otros.
Durante las festividades patronales del pueblo y las celebraciones navideñas, épocas de máxima producción, sacaba su cámara fotográfica y preparaba su suculenta chica, hecha con arroz y otros ingredientes. Además, se abastecía de un bloque de hielo comprado en Barcelona para vender el delicioso «raspao» o granizado. Él mismo elaboraba jarabes de colita, tamarindo, menta, parchita, entre otros, para endulzar estas refrescantes delicias.
Con su cámara fotográfica, se instalaba en la plaza, esperando a que los interesados se acercaran para tomarse una foto artística al minuto. Su equipo fotográfico constaba de un trípode para montar el cajón que contenía la propia cámara fotográfica empotrada y un balde con agua. El cajón, de madera con partes laterales cubiertas de vidrio que mostraban algunas fotografías previamente tomadas, albergaba la cámara en la parte delantera. Esta última tenía un dispositivo en forma de güaral que, al ser jalado, activaba la cámara, produciendo una pequeña explosión a través de un bombillo que iluminaba fugazmente a la persona sujeta a la fotografía. La imagen quedaba grabada en el cartón de fotografía que Pinto había introducido previamente en la cámara. La función del bombillo era simple pero crucial: encenderse, iluminar y luego quemarse, ya que no podía ser reutilizado para otra toma fotográfica.
En la parte posterior del cajón, no se exhibían fotografías; en cambio, en el centro había un hueco redondo del cual colgaba una manga de tela negra de aproximadamente 30 centímetros de longitud. A través de esta manga, Pinto insertaba su cabeza para observar a la persona y verificar que adoptara la pose adecuada para la fotografía. Después de este paso, colocaba el cartón de la fotografía en la cámara, volvía a insertar la cabeza en la manga para asegurarse de que todo estuviera en orden. Luego, retiraba la cabeza, volvía a mirar a la persona, tomaba la cuerda con la mano izquierda y, con la derecha, cubría la cámara con su sombrero, diciendo «orray» para indicar que todo estaba bien. Repetía dos veces la instrucción de no moverse y pedía a la persona que mirara el «pajarito» y sonriera. En ese momento, tensaba la cuerda, se escuchaba la explosión del bombillo y listo, la fotografía estaba tomada.
Luego seguía el proceso de revelado: introducía una cajita de metal en el cajón, vertía un líquido revelador que penetraba en el cartón de la fotografía retirado de la cámara. La imagen de la persona se iba revelando mientras permanecía sumergida en el líquido. Una vez considerado que el revelado estaba completo, sacaba el cartón del líquido, lo sumergía en un balde con agua para eliminar rápidamente el líquido revelador y lo secaba con un pañito. La foto resultaba en negativo; sin embargo, este negativo podía reproducirse en blanco y negro cuantas veces quisiera el cliente al colocarlo nuevamente en la cámara.
En resumen, el proceso era similar a fotografiar el negativo y luego revelarlo.
En San Miguel, Pinto también demostró su prodigiosa imaginación al fabricar dos instrumentos útiles para la comunidad. Uno de ellos eran las lámparas de carburo. Cada lámpara tenía dos dispositivos de metal, parecidos a botellas, que se acoplaban con espacios separados: uno para agua corriente y otro para el carburo. El compartimento de agua tenía una manguerita que conectaba directamente con el compartimento del carburo. Este último tenía un tubito de metal que se conectaba directamente al pico de la lámpara, funcionando como mechero o quemador. Una vez que se introducía el carburo y el agua en la lámpara, comenzaba a gotear. Al caer sobre el carburo, este expelía un gas que se desplazaba por el tubito hasta llegar al mechero. Al acercarle un fósforo encendido, el gas se encendía y brotaba de la lámpara una luz de tonalidad azulada, iluminando así cualquier espacio de una casa.
Esta bomba reemplazó el antiguo método que los bodegueros solían utilizar para extraer el kerosén de los tambores. El método anterior implicaba introducir un extremo de una manguera en el tambor y el otro extremo en la boca del operador, quien comenzaba a succionar hasta que, al sentir que el líquido estaba a punto de salir, retiraban la manguera de la boca y dirigían el chorro hacia otro recipiente. Con este procedimiento, más de uno terminaba ingiriendo accidentalmente el líquido debido a que no retiraba a tiempo el extremo de la manguera de su boca. Don Natalio Silva conservó durante mucho tiempo uno de estos instrumentos; tal vez algún familiar lo conserve como una reliquia o pieza de museo.
Además, Pinto fabricaba vinagre que envasaba en los tradicionales «cuarticos» y litros que originalmente contenían aguardiente. El cuartico se vendía a una locha (Bs. 0,125) y el litro a un «rial» (Bs. 0,50). En cuanto al vinagre, mi madre tenía una historia relacionada que compartiré como anécdota más adelante.
En San Miguel, a mi entender Pinto siempre fue el primero: El primero en trabajar la electricidad, el primero en arreglar un aparato de radio, el primero en tomar una fotografía, el primero en reparar un automóvil, el primero en hacer un pan de trigo, el primero en introducir el cine, el primero en llevar un automóvil, el primero en reparar un reloj tanto de pulsera como de pared, el primero en arreglar una máquina de coser, el primero en hacer una pieza dental, el primero en elaborar un refrigerio (al menos para la venta) tales como chicha y “raspao,” el primero en reparar una rockola, el primero en componer una planta eléctrica, el primero en fabricar una lámpara de carburo, el primero en hacer una bomba para extraer líquidos, el primero en tener una victrola y el primer soldador; cuyo equipo de soldadura lo componían un cautín, un soplete, estaño para soldar. El soplete lo encendía en su mechero para calentar el mazo del cautín y fundir el estaño sobre las uniones de las piezas a fabricar; este soplete era un pequeño depósito hecho con un metal resistente, tenía incorporado un mechero, una ruedita, y una especie de bomba; en el depósito se echaba gasolina o kerosene, con la bomba se le inyectaba aire que servía como carburante, al prender el mechero y salir el chorro de candela, el mismo se regulaba con la ruedita que estaba incorporada en el envase, se apagaba girando la rueda. Pinto también fue el primero en San Miguel y porqué no, uno entre los primeros en gran parte del mundo entero, en haber construido un avión y un aparato para proyectar películas.
(Reflexiones para Considerar). Me cuestiono, ¿cómo habría sido el destino de este personaje si hubiera llevado a cabo esas acciones en el siglo XXI o, al menos, hubiera llevado una vida más estructurada en su propia época?
El “Pintógrafo”
En los tiempos de Pinto, un operador de cine necesitaba tener diversos conocimientos, como electricidad y mecánica, ¡y vaya, Pinto los poseía! Debía comprender la maquinaria de proyección, ya que podían surgir contratiempos con el aparato o la cinta fílmica, que a menudo se rompía. Estos problemas requerían soluciones inmediatas para evitar la impaciencia del público.
Recuerdo una ocasión en la que Pinto proyectaba una película y la cinta se rompió. Por un descuido, no tenía o se le había agotado el material para unir la cinta y continuar la proyección. Ante este inconveniente, Pinto resolvió el problema de manera ingeniosa al solicitar por el altavoz que cualquier dama presente le proporcionara su tubo de pintura de uñas. Afortunadamente, una de ellas tenía uno y se lo prestó. Con la pintura, pegó la cinta y continuó el espectáculo, ganándose la admiración del público.
En aquel entonces, se trabajaba con un solo proyector, el «Pintógrafo», fabricado por Pinto. A diferencia de la posterior operación con tres proyectores, dependiendo de si la película estaba grabada en dos o tres rollos de cinta. Hoy en día, la proyección es digital.
«El Pintógrafo,» como cualquier aparato de la época, tenía dos dispositivos. En el de arriba se colocaba el carrete Nº 1 con la cinta enrollada y la película a proyectar, mientras que en el de abajo se insertaba un carrete vacío. Al jalar la punta de la cinta de la película, esta se incorporaba al carrete vacío, enrollándose a medida que se proyectaba la película. Una vez terminado un rollo, el público esperaba mientras se preparaba el siguiente carrete Nº 2, también con su cinta enrollada. En este intervalo, para evitar impaciencias, se amenizaba el recinto con música mexicana a través de la victrola u ortofónica de Pinto, que se describirá más adelante. Con el carrete Nº 2 y el carrete Nº 1 vacío, la función continuaba.
Cuando Pinto llegaba a una población para proyectar una película, que inicialmente eran mudas y posteriormente sonoras, buscaba una casa con un buen patio, preferiblemente frente a la plaza del poblado. Esta casa servía como hospedaje y sala de cine. Si no encontraba la casa adecuada, daba vueltas a la plaza y elegía una con una fachada apropiada. Hablaba con el propietario, exponía su interés (proyectar una película en la pared de su casa) y, si acordaban el contrato, Pinto preparaba el espacio. Cercaba un área frente a la casa con un mecate para acomodar a 30 o 40 personas, instalaba su equipo de cine y, acondicionado el improvisado local, proyectaba la película en la pared durante la noche. Cobraba Bs. 0,25 a los adultos y una locha (Bs. 0,125) a los niños. En ambos casos, los espectadores debían llevar su «silleta de cuero».
La creatividad de Pinto para entretener entre “rollos”
Generalmente, las películas venían en dos o a veces en tres rollos (carretes), dependiendo de su duración. Para amenizar este espacio de 15 minutos, Pinto utilizaba la victrola u ortofónica, donde ponía principalmente música mexicana en discos de 78 revoluciones por minuto.
La victrola era un equipo totalmente mecánico, una de las primeras que se inventaron. Constaba de un plato, un brazo giratorio donde estaba colocada la aguja, una manivela y una corneta; esta última era bastante curiosa, siendo un cajón de metal con compartimentos que se curvaban desde el interior hasta llegar al exterior, sin ningún otro componente vibratorio que hiciera oír el sonido de las canciones. Para ponerla en funcionamiento, se le daba cuerda con la manivela, se colocaba el disco en el plato (cada lado contenía una canción), se tomaba el brazo con la mano y, al levantarlo, el plato comenzaba a girar junto al disco. Luego, se colocaba la punta de la aguja al comienzo del disco, y comenzaba a oírse la canción a través de la curiosa corneta. La cuerda que se le daba a la victrola alcanzaba solo para una canción.
Algunas de las canciones eran «Juan charrasquiao», «la cama de piedra», «la malagueña», «sin corazón en el pecho», «Jalisco no te rajes», y muchas otras. Había una canción que decía algo así como «jálame la pipititá, no me la jales más«, otra llamada «Rosa la Carrasquiñosa,» y finalmente una titulada «El sapo,» que decía algo así: «sapo no lo dudes más, sapo ese hijo es tuyo, en la cara se parece a ti, y tiene tus mismos ojos, en la cara se parece a ti…» Tenía canciones de Pedro Infante, Jorge Negrete y de Carlos Gardel, a quien admiraba. En su casa, tenía colgada una fotografía de él (de Pinto) a medio cuerpo, vestido al estilo de Gardel; aunque la fotografía desapareció al momento de su muerte.
Voy a adelantar una anécdota de Pinto, más adelante contaré otras. En una oportunidad estaba pasando una película en Guayabal de Píritu, en la medida que estaba proyectando la misma, se estaba echando sus “guatacarazos” (tragos de alcohol), cuando la película estaba por finalizar, ya estaba bien “prendío”(pasado de tragos), tomó el micrófono y anunció por el altoparlante (el altavoz): “querido público guayabalense, al finalizar la película les voy a pasar los tráilers (cortos, extractos de películas) de la próxima película que el domingo les proyectaré. Esperen, no se vayan”. Aquí se “zampó” (tomó) otro trago de cuatro dedos. Finalizada la película, Carlos Pinto subió a la tarima. El público, emocionado por los cortos, decidiría si ver la próxima película. Nadie se movió de sus asientos; entre ellos, había unas cuantas damas, ya que la función era solo para adultos. Con las luces encendidas, apareció Carlos Pinto, completamente desnudo, como dios lo trajo al mundo. Con micrófono en mano, extendió brazos y piernas, diciendo: «Esta es la próxima película que verán«. Imaginen esa figura de 1,90 mts. o más, con partes nobles que sospecho eran enormes, pues nunca las vi.
En la nueva función, todos los hombres de la anterior asistieron, incluso algunos nuevos, riéndose a carcajadas. Entre las mujeres, hubo una leve disminución, pero las presentes se mostraron sumamente emocionadas, quizás por la nueva película del domingo. Pinto no tomó esa vez. Así era Carlos Pinto, «genio y figura».
El asunto de un avión
La versatilidad de Carlos Pinto era impresionante; un hombre pensador, inquieto, con un fecundo ingenio que parecía no tener límites. Rara vez dormía de día, siempre ocupado en proyectos. En la memoria colectiva de San Miguel, Guayabal, Pozo Hondo, Caigua, El Pilar y San Rafael de Laya, persiste el relato sobre un aparato volador que construyó y pilotó, alcanzando a remontarse y recorrer más de 200 metros. Aunque la veracidad puede ser cuestionada, numerosas personas, ya fallecidas, respaldan este pasaje, mientras algunos aún vivos en el siglo XXI sostienen su autenticidad.
Mi madre, en vida, compartía esta historia. No sé si Pinto se la contaba durante su noviazgo o después de casados. En caso de ser durante el cortejo, podría haber buscado impresionarla para conquistarla con mayor rapidez. Sin importar el momento, nuestra madre siempre nos relataba esta fascinante anécdota. Además, mencionaba que Pinto expresaba su intención de construir un «bichito» volador cada vez que observaba alguna aeronave surcando los cielos orientales.
Carlos pintó de todo
El ilustre escritor y periodista Don Alfredo Armas Alfonzo, le dedicó a Carlos Manuel Pinto, al menos, tres escritos en el Periódico El Nacional; por la manera amena, afable, y de alta estima, que hace Don Alfredo al referirse a Pinto, se deduce que lo conocía personalmente además de: 1) Don Alfredo, nació en Clarines el 6 de Agosto de 1921, esta población está muy cercana a la de San Miguel y Guayabal de Píritu, y a las que seguramente conocía debido a que a las fuentes de informaciones periodísticas (las personas) a las que contactó para sus escritos están o estaban residenciadas en esa zonas; 2) entre la tercera y quinta década del pasado siglo XX, también en Clarines, Pinto desarrolló sus múltiples actividades, y a lo mejor en la niñez o juventud de Don Alfredo, Pinto le tomó más de una fotografía; o le reparó a sus padres más de un artefacto, o él solo o con sus padre asistió a ver alguna película de las que proyectaba Carlos. De estos escritos, sólo me referiré a una pequeñísima parte de uno; el publicado el martes 27 de julio de 1982, cuerpo “C,” del arriba nombrado diario. A continuación, la transcripción:
«Carlos pintó de todo». Don Alfredo, al acentuar la palabra «pintó» en este enunciado, posiblemente transmitió un mensaje artístico con matices profundos para los entendidos en el arte. Desde mi perspectiva, podría estar sugiriendo una asociación entre «pintó» y el apellido «Pinto», vinculándolo también con la acción de pintar, ya que Carlos poseía esta notable habilidad: la de ser un pintor.
Este pequeño fragmento invita a explorar las múltiples facetas de Carlos, y no solo en el sentido literal de aplicar pintura sobre lienzo, sino también como una metáfora que destaca la diversidad y riqueza de sus talentos artísticos y creativos.
El fragmento dice lo siguiente:
“Entre la tercera y la quinta década del presente siglo (XX), existió en la región norte del estado Anzoátegui un personaje que es ya como un mito de la región entre Barcelona y la vecindad de Cúpira, entre Bocuhire (sic) y Pariaguán. Carlos Pinto se llamó y a él le deben estos pueblos, la introducción del cine, primero silente, después sonoro; así como la fotografía, el automóvil, la pastilla de la quinina contra las fiebres del paludismo, el pan de trigo y la extracción de piezas dentales con anestesia, esto es indoloramente, entre muchos otros adelantos de la humanidad que resultaban desconocidos para la población regional.
Un retrato de muchas luces
Reconstruir hoy la vida de Carlos Pinto, es para el investigador a todo género de sorpresas. Las personas consultadas, cada una a su vez, testimonian singularidades del personaje, siempre nuevas y distintas…”
En su escrito Don Alfredo dice: “entre la tercera y quinta década del presente siglo (XX) existió… un personaje…”
En realidad, este personaje existió hasta la séptima década y unos días de la octava, pues falleció el 17 de enero de 1980; las décadas a que él se refiere, fueron sin lugar a dudas las de mayor creatividad y productividad. Pinto en las dos décadas siguientes (sesenta y setenta), continuó haciendo uso de su agudeza, la última actividad que desarrolló cuando se le fue oscureciendo la vista antes de su muerte y que se narra más adelante: en sus últimos años de su vida, es sencillamente digna de elogio.
Otro célebre escritor e historiador, Don Jesús Saume Barrios, inmortalizó a Carlos Pinto en su obra Algo de Guanape, publicada en 1979. Los párrafos de este libro, publicados en Google por Elías Charita G. el 14-10-2011, revelan el testimonio de Saume Barrios sobre la figura de Carlos Pinto. A continuación, presentamos el extracto que captura la esencia de su legado:
“Yo guardo de Carlos Pinto una imagen inolvidable con un slack blanco, de cachucha y con unos lentes puestos, de esos grandes, de montura gruesa como las que usaba el propio Charles Lindbergh, cuyo retrato difundió las agencias internacionales de noticias cuando el aviador norteamericano realizó la proeza de cruzar el Océano Atlántico, solo, en un viaje sin escalas, por primera vez en la historia aeronáutica del mundo. Esos retratos aparecieron en el ‘Nuevo Diario’, ‘El Universal’, ‘La Esfera’ y ‘La Religión’, y cualquier muchacho de la época se dejaba llevar de la imaginación.
Carlos Pinto también los llevaba no sobre los ojos sino encima de la cachucha sobre la visera. Se presentaba por las calles de Guanape en un descapotable grande, él al volante regalando sonrisas como si fuese el de la hazaña famosa bajando de su avión en el aeropuerto de París.
Siempre fue un espectáculo. La otra vez que me acuerdo fue aquella cuando, se paró en El Merey, la hacienda del viejo Barrios, en un carro grande que echaba mucho humo y levantaba polvo, venía de Guaribe Tenepe, de San José de Guaribe. Siempre que iba y venía de aquí para allá, se paraba.
Lo volví a encontrar cuando yo me empleé en el negocio mercantil del Coronel Pedro Pablo Gonzalo en Puerto Píritu, y Carlos Pinto iba a comprar los artículos para una bodeguita que él tenía en el campo. Siempre se llevaba media caja de sardinas (24 latas), media caja de salmón, media caja de velas, media caja de añil, una caja de pólvora Indian que venían en laticas redondas rojas, en cuñeticos que llamaban, un saco de guáimaros del calibre más fino hasta el guáimaro triguero. Esas municiones venían en bolsitas de doce kilos y medio.
Siempre venía en el camión de Maturrero y con el mismo Santos Maturrero se llevaba la mercancía. Tenía la piel colorada y nunca aflojó la cachucha que se la tiraba pata atrás. Movía la prótesis constantemente, en la de arriba tenía un diente de oro, pero de ese oro que era amarillo.
Yo me fui a trabajar con el Coronel Gonzalo en abril de 1941 y estuve con él hasta finales de 1945 en el negocio. Esos eran los años. En todos nuestros recuerdos de aquel tiempo se aparecía Carlos Pinto. Nunca faltó a las fiestas de Guanape y nunca debió perderse las fiestas de Uchire, las del Valle, la de todos estos pueblos, aunque creo que él no salió más allá de Guaribe por este lado.
Una vez se le adelantó un negrote cojonudo y bandido e instaló su cámara en la plaza. Ahí estaba su negocio hasta que llegó Pinto y todo el mundo se fue con él. Se le acabó su negocio al negro. La cámara tenía las patas de colorado, la caja era amarilla y azul toda cubierta por los lados con las fotos. Al frente llevaba una fotico, que debía ser él, arriba de un lado. Se terciaba el trípode al hombro, el balde en una mano, el pañito sucio colgando del mismo brazo. Así iba de la posada hasta la esquina de la casa de los Díaz donde se ponía. Cobraba tres bolívares, corrijo, dos bolívares cuando mucho, que era mucho real entonces y por eso todo el mundo no podía retratarse.
No se emborrachaba nunca. En el Salón de Alejandro Sarmiento fue que pasó la película “La confesión de un Sacerdote”. La primera película parlante que Carlos Pinto llevó a Guanape fue “Congojas”. La función fue en la casa de la Jefatura donde después pusieron el dispensario. Había un Escudo Nacional grabado en el piso de cemento. Ahí en el dispensario tenía el cine Pinto. Ahí vimos también una película donde aparecía el lago de Xochimilco y cantaban canciones mexicanas que le gustaba mucho a las gentes. Los primeros charros que uno conoció. Juan Arvizu cantaba en “Congojas.”
En la crónica sobre las fiestas patronales de Guanape, del libro “Algo de Guanape,” de Jesús Saume Barrios describe al personaje “Carlos Pinto, el fotógrafo más conocido de los pueblos de la parte norte del estado Anzoátegui, está instalado con su máquina de retratar al minuto en la acera de los Díaz. Son muchos los que esperan turno para posar sentados en una silla de esterilla que siempre le facilitaban los dueños de la casa. Una palmera a la orilla de un riachuelo con dos garcitas topándose el pico que quedaran gravadas en todas las fotos de Carlos Pinto en esas fiestas de 1938. Por la tarde estaría con una limonsina Ford paseando a la gente desde Boquemonte hasta Las Tejerías y Las Varas. Un real (Bs. 0,50) los mayores y medio (Bs. 0,25) los muchachos, era la tarifa.”
Doña María Teresa Barrios, al parecer madre de Don Jesús Saume Barrios, en el escrito de Don Alfredo Armas Alfonzo dice acordarse de Carlos Pinto, “como un hombre de mucha elegancia, aunque encorvado. La primera película que llevó a Guanape, fue “La confesión de un Sacerdote, en 1934.”
Anécdotas
Muchas personas afirmaban que Carlos Pinto no tomaba (alcohol), y si bien es posible que en su juventud no lo hiciera, todos estos pasajes que aquí se narran le sucedieron cuando tomaba, y estaba pasado de copas.
El comienzo de la primera anécdota a pesar del desafortunado inicio con Don Natalio, deseo destacar un episodio peculiar relacionado con el calabozo y el candado que aseguró a Carlos Pinto tras su detención por una falta cometida. Tras reflexionar detenidamente y con el permiso de su familia, que comparto al ser parte de ella, me dispongo a relatar esta historia.
La irreverente travesura de Pinto: un episodio con Don Natalio Silva
En una oportunidad se le acercó Pinto a Don Natalio Silva, hombre honorable del pueblo y le dice de manera irrespetuosa “Natalio, saca la lengua para mamártela”, imagínense la reacción de Don Natalio, hombre honesto y de reconocida trayectoria, inmediatamente se dirigió a la primera autoridad civil para denunciar el hecho y elevar su queja; era Prefecto del pueblo Carlitos Arredondo.
Frente a este incidente, Carlitos impuso a Pinto una doble pena. La primera consistió en un arresto de 72 horas, orden que fue rigurosamente cumplida por el único policía del pueblo, Julio Ivimas. En ocasiones, a Julio le proporcionaban un revólver Smith and Wilson, calibre 38, aunque normalmente llevaba consigo una cachiporra de goma que guardaba en el bolsillo. Cumpliendo la orden, Julio se dirigió con Pinto hacia la Prefectura, manteniendo la cachiporra a mano por si acaso.
Llegaron a la sede el policía y el detenido; Julio encerró a Pinto en uno de los dos calabozos que tenía el recinto y, para asegurarlo bien, buscó el candado más «vergatario» (grande) que tenía. Metió a Pinto en el calabozo y aseguró su puerta (reja) con dicho candado. Al llegar la mañana siguiente, la primera autoridad civil y el policía se presentaron en la Prefectura para cumplir con sus labores diarias, pero ambos se llevaron una sorpresa: la reja del calabozo estaba abierta, el recinto vacío, el candado intacto, colgando de un lado de la reja. Pinto “Tomó las de Villadiego” y patitas ¿pa’ qué te quiero?, “dejó el pelero”. Las autoridades nunca supieron cómo Pinto abrió el candado, sólo él lo sabía.
La otra condena fue que no podía entrar a San Miguel por espacio de un año, esta pena la cumplió a medias porque al mes siguiente andaba Pinto campante por San Miguel y como que, si nada había pasado, con sus mismas ocurrencias; no sé si al Prefecto se le olvidó lo de la sentencia, se hizo el loco, o se la condonó.
Cuando el “Título” era cuestión de interpretación
En una ocasión, Pinto iba «jumo» (borracho) en su flamante Ford, cerca de Clarines, cuando un Guardia Nacional observó irregularidades en el manejo del carro que se acercaba. Hizo señas al conductor para que detuviera el vehículo y le pidió el título. Pinto, en su estilo jocoso, respondió: «¿Cuál título quieres, el de ‘marico’ o el de ‘chofer’?» Esta vez, la visita al calabozo fue en Clarines.
Esta anécdota resalta el término «título», que, en este contexto, se refería al «título profesional para conducir». Esta libreta contenía datos del portador, autorización para conducir cualquier tipo de vehículo y tenía la peculiaridad de no tener fecha de vencimiento, es decir, nunca expiraba. En aquel entonces, no existían la licencia para conducir ni la cédula de identidad. La Ley de Transporte Terrestre, publicada en la Gaceta Oficial Nº 38.985 el 1º de agosto de 2008, aún regula estos aspectos.
Según el Artículo 63 de la ley, para conducir un vehículo, la persona debe tener y portar la licencia o título profesional de conducir. Además, el Artículo 169 establece multas de diez unidades tributarias para quienes conduzcan vehículos sin haber obtenido la licencia o título profesional correspondiente.
Anécdota de San Telmo
Carlos Pinto, devoto del San Telmo, poseía un busto de este santo «cabezón”. Un día, mientras jugaba cerca de la maquinaria de hacer pan de trigo, llegó Pinto sobresaltado. Sin previo aviso, tomó el busto de San Telmo y lo estrelló contra los rodillos de la máquina, reduciéndolo a añicos. Sorprendido, le pregunté por qué lo había hecho, y él respondió que el santo le había aparecido en el camino, lo insultó y le dijo que era un desgraciado, un sinvergüenza.
Con esa inesperada destrucción, desapareció mi dulce diversión de montarme en la estrella (rueda) instalada durante las fiestas patronales del pueblo. Pinto solía pagarme el boleto, pero con la condición de que lo hiciera junto al santo. Cada asiento tenía dos puestos: uno para mí y otro para el santo. Los compañeros de juegos se reían incesantemente al verme en la estrella con el santo, y a veces estas risas se prolongaban, ya que Carlos compraba diez boletos, cinco para el santo y cinco para mí. A pesar de las burlas, mi interés era dar vueltas y divertirme en la estrella.
Terminadas las vueltas, Carlos recogía al santo, y los muchachos continuaban con sus risas y bromas. Por cierto, Neptalí Rodríguez, vecino del pueblo y también cabezón como San Telmo, recibió el apodo de «San Telmo», mientras a mí aún me llaman «Colón». Pinto también se subía con el santo en la estrella, lo que generaba más risas entre niños y adultos. La única excepción fue mi hermano Manuel, quien nunca quiso montarse con el santo.
Anécdota del vinagre
En una ocasión, Pinto y mamá pasaron casi toda la noche preparando y envasando vinagre para venderlo en Valle de Guanape. Salieron muy temprano en el carro con la mercancía y llegaron al mediodía. Pinto estacionó el carro estratégicamente para vender directamente desde allí; ese día las ventas fueron buenas, con envases de Bs. 0,25 y Bs. 0,50.
En horas de la tarde, Carlos le dijo a mamá que tenía ganas de tomarse un «traguito». Conociendo a Pinto, mamá le advirtió que no bebiera, pero hizo caso omiso, tomó y se embriagó. Una vez ebrio, subió al carro y desde allí comenzó a gritar y lanzar el dinero de la venta al público. La indignación de mamá fue evidente, ya que había pasado la noche en vela esperando que Carlos hiciera el vinagre para que ella lo envasara. Esta era una costumbre de Pinto; en San Miguel, lo hizo muchas veces, lanzando dinero al aire a los muchachos cuando estaba borracho.
Respecto al último carro de Carlos, vale la pena mencionarlo; fue prácticamente el primer automóvil que llegó a San Miguel, un Ford negro del año 1935. Como era común en esa época, se encendía por la parte delantera usando una manivela. El carro, debido al uso constante, presentaba daños en varios componentes que fueron reemplazados por piezas no originales, ya que no había repuestos disponibles. Uno de los elementos sustituidos fue el asiento del copiloto, que Pinto reemplazó por una silla de cuero. La parte trasera del vehículo era un cajón donde Pinto guardaba sus instrumentos de trabajo, como la victrola, el equipo de cine, la cámara fotográfica, juegos de llaves y otros utensilios. En más de una ocasión, lo acompañé a los lugares donde era requerido. A pesar de las habilidades mecánicas de Pinto, este carro se deterioró con el tiempo y dejó de funcionar por completo en el patio de su casa.
Últimos años de su vida
Desde el matrimonio hasta el final de mi niñez, él estuvo con nosotros de manera intermitente por dos razones, la primera porque mayormente sus fuentes de trabajo estaban en las zonas aledañas a San Miguel; la segunda, a pesar de ser su tercer matrimonio y haber tenido al menos dos uniones concubinarias, no sabía o no quería mantener estas relaciones.
Eso sí, cuando salía y regresaba venía cargado de artículos que satisfacían nuestras necesidades básicas, así como algunos juguetes. En una ocasión, se presentó con un velocípedo (triciclo) para mí, y mi emoción fue casi incontrolable. A veces duraba fuera hasta tres meses. Al poco tiempo de sus regresos, se repetía el mismo ciclo: sus salidas, mi ansiosa espera y la anhelada llegada que, cuando se materializaba, yo festejaba con un largo y sonoro grito pronunciando su nombre: “¡CAAAARLOOOOSSSS!”. Desde mi juventud, yo, su hijo intermedio, Arnaldo, nunca perdí el contacto con él hasta que llegó el momento en el que falleció.
Cuando definitivamente se separó de mi madre, él retornó a Guayabal de Píritu y mi inolvidable madre partió hacia Caracas. Esto fue en el año 1962, y su mayor y pesado equipaje lo constituía su cargamento humano: cinco criaturas, niños y adolescentes. Ella, al igual que yo, tuvimos la dicha de presenciar muchos de estos acontecimientos aquí narrados. Mi madre falleció en Caracas a los 92 años, el 29 de marzo de 2019. Paz a su alma.
Al final de su vida, a Carlos Pinto se le iba oscureciendo la visión; ni corto ni perezoso, volvió a apelar una vez más a su extraordinario ingenio para continuar produciendo y ganarse el pan, ya no con el sudor de su frente, sino con el uso de su intelecto. ¿Qué hizo? Se buscó un joven de su comunidad, al que veía con más cualidades. Con él hizo un binomio de trabajo verdaderamente interesante y loable. No recuerdo su nombre. Cuando lo iban a buscar para hacer algún trabajo, por ejemplo, reparar una planta que generaba electricidad, se llevaba al joven que le era de doble utilidad: lo acompañaba y trabajaba con él.
Una vez que llegaban al sitio de trabajo, Pinto se colocaba frente a la planta y el joven a su lado, cuando Pinto no podía extraer algún componente de la planta, el joven lo hacía por él, y Pinto le decía: “ajá, ¿cómo está tal o cual cosa?”, el joven le informaba, y con base a la información, Pinto dictaminaba si había que reparar o sustituir la pieza; “¿cómo está tal o cual circuito?, “toma el téster, mide aquí, mide allá, ajá ¿cuánto da?”; lo mismo hacía con el probador de corriente: “pon el negativo aquí, pon el positivo allá, mide, ajá ¿cuánto mide?”, si Pinto decía “orray”, indicaba que todo estaba bien.
Pinto se conocía al dedillo toda la estructura física no sólo de una planta, sino de muchos otros artefactos. En otras palabras, su cerebro se convirtió en la primera computadora del mundo. Su trabajo fue loable con este joven porque aparte de ganarse el pan, aprendió con Pinto más de un oficio. Para comprobar si la reparación había sido exitosa, Pinto le decía al joven: “toma este mecate, enróllalo en la polea, jala el mecate, jala, jala duro”, al terminar de jalar se oía el ruido continuo de la planta ron, ron, ron…, habían triunfado y decía Pinto “orray”.
Estoy llegando al final de la narración de los hechos; estos no son todos, porque bien lo dijo Don Alfredo Armas Alfonzo: «Carlos pintó de todo». Si bien no deseo dejar el lápiz a un lado, debo hacerlo. Así como yo escribo de mi padre, quizás, a lo mejor, lo haga algún hijo, pero su escrito sería muy corto porque no heredé de mi padre ni siquiera un octavo de su intelecto. Tal vez lo herede uno de la cadena.
Ah, se me olvidaba, también tenía cualidades de músico. Un día se presentó con un saxofón; por las tardes, lo tocaba. Yo ni sabía lo que tocaba, pero para mis oídos era melodioso.
En vida le rendí una especie de homenaje colocándole su nombre a dos de sus nietos, dos de mis hijos: Karla Andreína Pinto y Carlos Arnaldo Pinto.
Fallecimiento
Falleció el jueves 17 de enero de 1980 en horas de la noche en el vecindario Guayabal de Píritu, Estado Anzoátegui. Tenía 71 años.
Sus vecinos se enteraron porque en horas de la mañana no le habían visto, lo cual les extrañó, ya que Pinto era madrugador. Ante esto, entraron por el fondo de su casa y lo encontraron inerte en un corredorcito de la casa donde tenía su fogón, y aún asía de la mano el mango de una palangana. Al parecer, se sentía mal y estaba preparando alguna bebida medicinal.
Según el certificado médico de defunción, murió por Infarto al Miocardio, Cardiopatía Isquémica. Sus restos reposan en el cementerio de Píritu. Su velorio fue muy conmovedor; cantidades de personas se acercaban llorando, sobre todo mujeres y muchos niños para darle su adiós. Pinto fue su héroe, su ídolo, su benefactor, su buen vecino, gente como la que necesita hoy nuestra Venezuela.
Paz a su Alma, Descansa en Paz.