En circunstancias normales, no habría osado jamás poner un pie sobre esa casa sumida en el abandono. A Lucía no le había temblado el pulso a la hora de apostar su presencia allí. No obstante, quien confía ciegamente en su suerte, no suele prever con claridad las consecuencias de sus actos. Cosa habitual entre el grupo de amigos que ella formaba con tres personas más, todas adictas a sentir miedo, una odiosa pasión que persiste en algunas juventudes.
A pesar de todo, ella estaba decidida a superar la prueba y no perderse el premio en metálico, por lo que no dudó al avanzar entre decenas de mesas repletas con objetos robados, todos conseguidos por el antiguo dueño de la posesión. Sabía que el salón principal era aterrador, pero escuchar su descripción por parte de un individuo era incomparable a verlo en persona. Cada cosa existente transmitía sombríos pensamientos, desde los retratos blanquinegros colgantes en las paredes, hasta las esculturas de arcilla rotas en el suelo. Como si no fuese suficiente, una brisa silbante se colaba por los agujeros de las paredes. Todo este panorama rematado por cortinas que apenas dejaban pasar algunos brazos luminosos provenientes del sol.
Hasta ahora, ninguno de los cuentos de camino mostraba ser real, ni siquiera los que tenían mayores posibilidades de ser factibles. Ya se encontraba cruzando el pasillo y la seguridad crecía un poco, aunque no cesaba de sentir sus manos temblorosas. Las escaleras tampoco le inspiraron mucha confianza, dando la impresión de ser incapaces de soportar el peso de algo más grande que una rata. Por fin, se encontró en el tercer piso y no tardó en llegar al cuarto señalado.
Ver todas las señales de creencias aborígenes apenas agravaron su desconfianza. Ella no era creyente de tales acciones de brujería, pero ahora debía reconocer que las historias de terror narradas por sus supuestos compañeros habían surtido sus efectos. Veía en la cera derramada de las velas lo que parecían ser mensajes de advertencia. Saltando por alto cada uno de los demás detalles, fue directo a aquello que le interesaba: una de las réplicas miniatura de algún brujo desconocido, ahora convertido en parte de una adoración que quizás nunca esperaba tener. “¡Que pase lo que tenga que pasar!”, murmuró ella soñando ya con estar a kilómetros de ese emplazamiento.
Dio media vuelta. Algo no andaba bien. Juraba haber escuchado un golpe seco dentro del cuarto, que luego, para su desconcierto, demostró ser real cuando varios objetos se cayeron sin motivo de sus altares. No tuvo que pensar nada, simplemente dejó caer la figura y escapó desesperada hasta las escaleras, recorriendo los últimos peldaños casi sin aliento. Un sonido agudo se escuchó al deslizarse sobre la cerámica del piso inferior. Lo ignoró y terminó su recorrido, empujando la puerta de entrada con el cuerpo.
—¿Qué te pasó, Lucía? –dijo, conteniendo la risa uno de sus amigos. La habían estado esperando afuera de la casa todo el tiempo– Parece como si te estuvieses ahogando con una espina de pescado.
—¡Es cierto todo! –respondió ella con voz ronca– ¡Los cuentos que nos echaron son verdad!
—¡Tranquila, amiga! –comentó el segundo, consternado por su comportamiento– Es una broma que montamos… aflojamos unos cuantos tornillos de los altares para que cayeran en cuanto tú quitaras la figura. Además, no se te olvide que hay ratas en esta casa.
Como ella se negaba a ceder en su obstinación, los muchachos no tuvieron otra opción que ingresar a la casa para explicarle. Le contaron que, en efecto, la casa estaba abandonada desde hacía tiempo y que en ella vivió un supuesto brujo, al cual jamás se le había visto mostrar real poder de convocatoria con los espíritus. Mas cuando llegaron de nuevo a la habitación, Lucía les dio una razón para hacerlos cambiar de opinión:
—Ustedes hicieron caer las cosas, pero… ¿ustedes las levantaron?
Nadie dijo nada. Las cosas estaban en su sitio, como si nada de lo que ella había presenciado hubiese sucedido. Ellos sabían que Lucía no podía haber fingido su reacción, mucho menos levantado todo antes de marcharse sin contar con herramientas. Evidentemente, alguien o algo más acababa de arreglar la sala de adoración, deseoso de tenerlo listo en cualquier momento para usarlo. Sin motivo para justificar el suceso, las tres personas tomaron la mejor decisión o, al menos así la consideraban ellos: salir corriendo. Varias cuadras más adelante, se detuvieron para pensar en una sola cosa. Por más dinero que se pusiera en juego, no volverían nunca a meterse en los terrenos de quienes, alguna vez, tuvieron por afición hacer llamadas de larga distancia al más allá.