Dioses de metal

s/f

Esto tengo que contártelo. No sé cómo, si te desapareciste hace doscientos años. Bueno, todavía no tengo idea de qué voy a ver, pero lo poco promete. Aún tengo tierra encima y la ropa huele a muerto. Dejé  un desastre en mi tumba, pero no me puedes culpar. Los que ahí se acuestan no suelen volver a levantarse.  No lo estoy, sigo tan completo como la vez que me enterraron. Ahora veo el montón de lápidas, al menos esto sigue igualito. Seguro, tengo que salir del cementerio y ver afuera.

Esto es impresionante. La montaña  de lejos, vomita pastillas de colores y las hace caer por ríos de lava gris. Ya estoy afuera. Eso no es nada  bonito. La gente no camina. Se mueve enjaulada en las pastillas. Un montón de cárceles portátiles que  ruedan con vida propia por la cuenca de un río seco. Y la gente no lucha. Debajo de un pequeño techo van  en fila india al interior de las bestias. Varios me miran raro. Está bien, Ernesto, vas a decir que parezco loco  con la pinta de ropa hecha jirones. No me importa, ¡míralos, tan patéticos! Los monstruos parecen dominar  el planeta, por todos lados los descubres girando y girando.

Voy calle abajo. La gente cruza la cuenca  muerta por unos peldaños blancos y de vez en cuando las criaturas permiten el paso. De acuerdo a una  lámpara de cinco metros. A veces roja, a veces verde y casi nunca amarilla. ¡Condenadas luces! Ya pasé al  otro lado y la gente se me quita. No creo que sea por cortesía. Si así lo fuese diría algún gesto cortés. Los  modales, ¿qué es eso? Le pegaría con un manual de malos modales si tuviese uno. Otra vieja achacosa. En mi época no había tantas. ¡Y no me digas que porque moríamos jóvenes! 50 años es mucho tiempo para  alguien.

Se ven raros. Todos se visten a lo loco. Del otro lado centenares de torres babilónicas son los  hogares (¿o las cárceles?) de la gente. Dios me ampare de caer en la rutina de esta esclavitud. No hay  paciencia, la gente entra y sale. Nadie respira la vida de la naturaleza o los árboles. Sólo he visto un árbol  y estaba en el cementerio, cuando a los que se fueron con su alma no les importa ya. Ni siquiera hay para  respirar y esas horribles torres no huelen a flores.

Todo huele a tóxico, el aire está envenenado. El cielo está  muerto. No hay luna, las estrellas no se ven ya, nada más el hálito gris que hiede de los monstruos, siempre  caminantes, siempre absorbentes. Forman nubes agrias. No son torres de Babilonia, esas dicen que eran  bonitas. Esto no es más que un montón de celdas apiladas como libros viejos. Y la gente se resigna. De la  jaula fija a la jaula móvil. Gritos demoníacos despiden los tapones y las cadenas de un muchacho  caminando. Declamando muerte y otras cosas. Y las disfruta… no es Mozart ni nada armónico. Ruidos de  pesadilla. El tormento me va a volver loco.

Por fin alguien me entiende. Un anciano que hurga entre las  ruinas de la basura y se condena. Nada comestible, todo artificial. El lujo. Ya no beben en copas sino en  cubos de papel. Me invita el pobre hombre y reconozco que es falso. Aparenta ser jugo, pero no pasa de ser  fantasía, artilugio, pobre imitación de la realidad. ¿Qué es real aquí? Todo es artificial. Veo la efigie femenina congelada en papeles gigantescos y reconozco que también es falsa, distorsionada y  desproporcionada. Detrás de los cristales de un edificio veo gente atrapada, fragmentos de vida recluida en  cajas. Y veo mi vida en otra época, tan sólo siendo recordada en los recuerdos de la caja. Tengo que sacarlo. 

En vano, el recuerdo encapsulado desaparece. Quizás sea el último, el final, lo que queda de esa época en  que el mundo era gentil y los hombres libres de la tortura y el yugo de la criatura reinante, siempre rodando,  siempre avanzando. La caja se rompe al tocar el suelo, dispersando metal en forma de dedos y tiras gomosas  multicolores. Aglomerados todos en fila india, apropiados de más de la mitad de las cuencas, dejando nada  más estrechos espacios para que los hombres se acuerden de qué se sentía caminar libre, no subyugados a  nada. Me miran y saben que quiero gritar, saben que quiero cuestionarlo todo. ¿Loco? No me volví loco, el  mundo es el loco. La ciudad es un cementerio. La vida (la espiritual) parece que dejó de existir.

Vienen por mí, los uniformados de negro a salvar el sistema, a salvar el dominio de la máquina rodante por sobre la humanidad. Me llevan y me acercan a la boca de uno de esos monstruos. En su lomo está inscrito  “manicomio”. No hay escape posible. Dentro siento otra vez claustrofobia como en la tumba. Da lo mismo.  Enciérrenme hasta que el alma parta. ¿Será que todavía existe el Cielo o estoy en el día después y el Cielo  se cerró? ¿Para qué vivir si la ciudad ahora es una cárcel de esclavos sin emociones, sin belleza? Muerta.  Y ya no hay forma de volver atrás. Ya no puedo impedir que Ernesto me congele para conocer el futuro. Si  el futuro es esto, la opresión de los dioses de metal que gira, entonces mejor me quedaba en el presente estable de 1845. Y de eso, solo queda el recuerdo.

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de josé court

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