El limbo de la incertidumbre

Para su gran alivio, volvió a escuchar el chirrido de la reja que lo convertía oficialmente en preso. Ya no le molestaba como en ocasiones pasadas. Por el contrario, le resultaba tan agradable como el más potente de los tranquilizantes, capaz inclusive de hacerlo dormir encima de los resortes afilados de la cama. Tantos años habían convertido su lugar de encierro en su verdadero hogar. Mirando las cosas en perspectiva, se le ocurrió pensar que jamás debió haber tratado de fugarse.

Recorrer el laberinto selvático había sido una locura enorme. Casi tanto como saltar de una silla a otra, con una soga atada al cuello. No pensaba en lo que más tarde lo afectaría, sino más bien en las víboras y en las enfermedades igual de salvajes. Detrás de él venía el peor cóctel posible: los uniformados de verde y los de azul trabajando en equipo. Desconocía su rumbo, de manera que podía ir a parar a cualquier parte, arriesgándose a terminar mal con su alborotada vida. Como si la situación no resultara demasiado grave todavía, se sumó el graznido de las armas, con lo que se repartían ráfagas en todas direcciones. “¡Al suelo!”, le recomendó su conciencia y no quedó espacio para las dudas. Lo iban a atrapar, era algo definitivo. Sabía que a sus perseguidores les daba lo mismo en qué condiciones lo alcanzaban, lo único que contaba era devolverlo a la cárcel.

Cuando el concierto de artillerías tocó la última nota de su partitura, supo que ya venían por él. Allí estaba ahora, caminando atado de brazos y sin poder ver quiénes eran los responsables de su captura. Lo extraño del asunto era la manera en que se referían a él. Ya no lo trataban como preso ni delincuente, sino como rehén o secuestrado. Unos segundos de maquinaciones y conexiones en su memoria le hicieron entender todo: acababa de ser atrapado por algún grupo subversivo. “No tienen por qué tratarme así. Soy enemigo de la policía igual que ellos y puedo demostrarlo”. En vano, buscó conversar con los individuos, pero éstos no lo escuchaban. Estaban convencidos de tener en su poder a un infiltrado de los efectivos militares y estaban dispuestos a devolverles los favores. Tener los ojos vendados no aminoró sus temores, ya que la imaginación se encargaba de poner en su lugar cada posibilidad. Lo único que pudo afirmar era que ya no se encontraba al aire libre. En lugar de eso, fue encerrado en una habitación con aroma de aguas estancadas. Desde ese momento, comprendió que la silla a la que estaba ajustado sería su compañera de rapto.

—Vete olvidando de estar libre –lo sentenció un desconocido, sin abogado posible– Te soltaremos si los tuyos nos devuelven nuestros presos. Si no lo hacen, que se despidan de ti de una buena vez.

—¡No soy militar ni policía! ¡Soy delincuente, nada más! –contestaba el prófugo, sin esperanzas.

La noción del tiempo, en medidas breves o largas, perdió significación. Podía ser de noche o podía ser de día, perdía relevancia en la oscuridad del sitio. A veces comía, sin estar muy seguro de qué estaba poniendo en su boca. Soñaba con encontrarse desamarrado de nuevo, con disfrutar la posibilidad de mirar algo diferente a la cortina de sus parpados. No pedía demasiado, nada más un poco de movimiento.

Repetición tras repetición, siempre le decían lo mismo. Juraba estar escuchando una grabación todo el tiempo, pero el posible intercambio no se daba nunca y la alternativa de la muerte tampoco se hacía realidad. Quería que se definiera su futuro, para su beneficio o para su perjuicio. La destrucción de ese limbo era su única y exclusiva prioridad para ese momento. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de cambiar y de darle algo de sustento a su futuro.

Por fin, cuando ya no podía aspirar a nada, se alteró la rutina. No lo vinieron a despertar con la frugal comida como era costumbre y a lo lejos un escándalo reconocible de balas acababa con la algarabía de la selva. El bullicio de palabras humanas diferentes a las del líder amenazador resultó un alivio, reacción que, a su juicio, no tenía nada de exagerada. La venda y las cuerdas se cayeron, liberando sus ojos y sus manos. Ni siquiera cuando era trasladado hasta las afueras de la selva, estaba del todo restablecido. Todavía veía hipnotizado los colores y sus manos todavía sentían el pinchazo de calor proveniente de la circulación restablecida.            

Pronto volvió al sitio del que había escapado, aunque las circunstancias eran muy diferentes. La cárcel, en lugar de mirarlo con desprecio, lo hacía con cariño. Sus compañeros de asalto lo saludaban con inusitada animosidad desde la oscuridad de sus celdas. Hasta el trato de los guardias cambió: parecían ser más amables, pese a ser comportarse exactamente igual. No obstante, lo mejor era el chirrido de la reja detrás de sí, ese sonido que tanto le desagradara antes. Seguía encerrado como durante su secuestro, pero por lo menos esta vez viviría con la seguridad de saber qué le deparaba el futuro. Saboreando lo maravilloso de esa noticia, se acurrucó en su colchón con resortes afilados y se dispuso a esperar el fin de sus cinco años de condena.

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de josé court

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