Los inconfundibles gritos de un niño me hacen entender que no será un domingo corriente. Viene corriendo desde los columpios. Como es normal, todos los curiosos del parque van a ver qué fue lo que sucedió. Se escucha más gente gritando. Tiene que ser algo impresionante, de esas cosas que te dejan mudo.
No me equivoco. De la tierra florece una planta huesuda: una mano esquelética de un cuerpo casi enterrado por completo. Algunas personas salen corriendo, en tanto que otras prefieren quedarse mirando el secreto ineficientemente oculto en el parque. Entre ellas me encuentro. Es como si los restos humanos despidiesen un flujo hipnótico capaz de inmovilizar los sentidos.
Las especulaciones inundan el ambiente. Un ajuste de cuentas entre bandas delictivas, un descubrimiento antropológico y hasta un posible acto de brujería orquestado por sectas urbanas. Cualquier cosa sirve para especular sobre el cuerpo semienterrado, sin embargo nadie es capaz de tomar una determinación. Ahora algunos están pidiendo palas, quieren ver con más detalle el siniestro secreto. Los demás recomiendan respetar a los muertos, llegando incluso a orar por el descanso de aquella alma insepulta.
Entre palabra y palabra, alguien se anima a llamar a la policía. “Hay un esqueleto horrible aquí. ¿Cómo se le ocurre a alguien cometer una atrocidad como ésta? Ustedes no pueden dejar que estas cosas pasen”, se enfrascó en la pelea telefónica cierta persona que no pude encontrar.
Se escucha el sonido de automóviles aparcando. Llegan las autoridades y en este momento nos obligan a retroceder para colocar su acostumbrada cinta amarilla. Uno de los tres hombres uniformados saca todas las piezas de la osamenta, la cual se halla bastante completa. Hacen un par de llamadas y al rato aparecen dos policías más, en compañía de un individuo de apariencia descuidada. Se ve muy asustado, me da la impresión que es responsable de todo esto. Por la forma en que hablan los policías confirmo que es el sospechoso del crimen.
—¿Tú enterraste esto? –le pregunta uno de los guardias que viene con él. Debe ser el de más autoridad, aunque no puedo estar seguro.
—Sí, lo hice, pero puedo explicarlo… –trata de hablar. Es interrumpido.
—No hay nada que explicar, Antonio, ya te lo advertimos el fin de semana.
—Por favor, entiéndalo…
—¡Nada de eso, tienes que respetar a los demás!
“¿Respetar a los demás? A mí me basta con que no los mate”, dice alguien de la multitud. Parece que se lo van a llevar. Los guardias anotan algo en una libreta y se lo entregan al hombre acusado.
—¡Muy bien, paga esta multa y vete de aquí!
—¡Corruptos! ¿Cómo se les ocurre cobrarle una multa a un asesino? ¡Preso debe ir! –comenzamos a gritar todos, bloqueándole el paso al individuo, dispuestos a evitar su huida.
La policía, indiferente, comienza a recoger los huesos y a echarlos dentro de una bolsa negra sin siquiera usar guantes. Seguido a esto, dejan la evidencia recolectada en un bote de basura. La gente está a punto de alzarse contra los agentes y su dudoso comportamiento, por lo que éstos se apresuran a justificar su actuación:
—Ya va, ya va… ¡aquí hay un malentendido! Ese no es un asesino y ese no era un cadáver.
—¡Mentiroso!
Antes de que alguien le ponga las manos encima, el acusado saca lo que parece ser un carné, donde se puede leer perfectamente: “Director de Cine”. Quizás viendo la desconfianza en las caras de las personas, incluida la mía, se decide a recuperar el cráneo desechado en la papelera. Lo exhibe frente a nosotros y nos enseña una inscripción que éste tiene en la parte inferior.
—¿Hecho en China? –se extrañan varias personas, tras descifrar las letras pequeñas.
—¿Ya me puedo ir? –se queja hastiado el cineasta– ¡En esta época no se le puede quedar un esqueleto de utilería a uno, porque lo tildan de asesino! Al fin, cansado de las miradas, se va del lugar. Lo mismo hacen los investigadores. Mientras tanto, en la escena, nos quedamos los curiosos, que de defensores de víctimas pasamos a agresores de cineastas incomprendidos.