II. Reflexiones sobre los textos asignados «Cibercultura y Redes Sociales»

(2021)

Cibercultura y Redes sociales

 

Cada vez que se habla de los países latinoamericanos, suelen sacarse a colación sus  carencias y sus problemas. En cambio, no se les dedica el mismo grado de atención a sus  oportunidades de reducir la brecha que los distancia del primer mundo. Debido a su enorme  potencial, uno de los sectores económicos más promisorios para muchas naciones de la  región —como México, Brasil y Argentina— es el cultural. Ahora bien, el aprovechamiento  de tal potencial no es una cuestión que pueda lograrse mediante golpes de efecto o aislados  proyectos milmillonarios. Su conversión en una ventana hacia el crecimiento y el desarrollo  económicos requiere de la implementación de políticas públicas serias y una gran disposición  oficial a darles continuidad a lo largo del tiempo, por encima de cambios de Gobierno y líneas  partidistas, así como de la consideración de múltiples factores y la resolución de problemas que no se caracterizan precisamente por su simplicidad. 

Para empezar, hay que saber cómo balancear el valor mercantil de los bienes culturales con su valor simbólico. Los beneficios derivados del fortalecimiento del sector se  amoldarían a los intereses de todos —empresas, trabajadores y creadores— si y sólo si se  adoptaran precauciones para evitar que la mano invisible del mercado marque la pauta sin  restricciones de ningún tipo. Así pues, aunque el rechazo taxativo a cualquier lógica industrial y la sacralización absoluta de las tradiciones constituyen crasos errores, tampoco resulta  razonable dejar todo en manos de lo económico. Guiarse de forma exclusiva por esos  parámetros entrañaría dejar desguarnecidos todos aquellos aportes de la creatividad humana  que no tengan fines de lucro o no exhiban un alcance masivo, suficiente como para generar réditos significativos al Estado o a los grupos privados. Mientras las mercancías de los  emporios mediáticos tendrían todas las de ganar en semejantes condiciones, las prácticas de  las comunidades y los productos de los pequeños emprendedores quedarían reducidos a la  irrelevancia. Es por ello que resulta fundamental la regulación de las actividades económico culturales con reglas claras, como bien lo indica Piedras Feria (2006).

Desafortunadamente, el reconocimiento de la importancia de proteger los bienes culturales de los enfoques economicistas apenas es la primera mitad de la batalla. En naciones  perjudicadas por los nexos entre el sector económico y la clase política, la aprobación de  medidas contrarias a los intereses del primer grupo por parte del segundo resulta cuesta  arriba. En consecuencia, el mismo esfuerzo de aprobar nuevas leyes e impulsar reformas que  den vigor a la producción cultural puede, en nuestras naciones, convertirse en una espada de  Damocles sobre las cabezas de muchos de los responsables del funcionamiento del sector.  Ese peligro obliga a la sociedad civil y a los movimientos sociales a asumir la vanguardia de  la lucha en favor de la armonía entre los objetivos económicos, las identidades nacionales y  regionales, y los intereses de los ciudadanos. Para ello, es menester que el pueblo esté  consciente tanto de las potencialidades de la industria de la cultura en su calidad de motor de  desarrollo como de los riesgos que entraña desdeñar el peso del valor simbólico de los bienes  culturales como elementos constitutivos de identidades colectivas y como riquezas  inmateriales de la especie humana. 

En cualquier caso, en modo alguno resulta descabellado el involucramiento de la  ciudadanía en la elaboración de proyectos de gran alcance, sobre todo de aquella parte que  se ve más afectada por su eventual aprobación. Sería una equivocación delegar la  responsabilidad con carácter exclusivo en miembros de un tren ejecutivo, legisladores y  empresarios del mundo televisivo, cinematográfico, musical o de cualquier otra área, pues,  como es de presumirse, se preocuparían fundamentalmente por hacer valer sus propios  intereses, legítimos o no. Tampoco basta con consultar a economistas y a expertos del ámbito  cultural. Aun cuando ambos profesionales cuentan con la preparación y la formación  suficientes para evaluar las diferentes dimensiones de una propuesta relacionada con el sector  de la cultura, es menester escuchar las voces de los trabajadores y los creadores, pues sus  propuestas, críticas y experiencias pueden arrojar luz sobre ciertos aspectos de los que sólo  ellos pueden estar conscientes. De ahí la necesidad de abrir espacios de discusión inclusivos,  que garanticen la participación de todos los responsables del funcionamiento de las industrias  culturales y cuya realización acabe trayendo consigo resultados concretos.  

Adicionalmente, el diseño de políticas públicas con miras a potenciar el sector  cultural pasa por una comprensión del estado en que éste se encuentra, a fin de identificar cuáles son sus fortalezas y sus debilidades. De acuerdo con García Canclini, en diálogo con  Piedras Feria, «se trata de tener las coordenadas básicas para saber dónde intervenir y conocer  anualmente por qué están cambiando algunas tendencias» (García Canclini y Piedras, 2016:  116). Estos factores van a variar en función de las situaciones de cada país, por lo que los  hallazgos no van a ser idénticos y, consecuentemente, extrapolables a otras realidades.  Algunas naciones ya estarán a medio camino de convertirse en potencias económico culturales, casi a la par de las europeas; en otras latitudes las condiciones serán menos  favorables, pero, al menos, dispondrán de recursos y capital humano para diseñar planes a  largo plazo. Entra aquí en juego la investigación en cultura, la cual ha de ser liderada por las  instituciones del Estado por su mayor capacidad financiera para dirigir proyectos de gran  envergadura. No obstante, es una misión que también debe ser asumida por otras  instituciones, como las universidades y las organizaciones no gubernamentales. 

El éxito económico de toda industria depende, en buena medida, de los consumidores. A esta situación no escapa el sector cultural. Pero los bienes consumidos en este caso tienen  una particularidad que no conviene descartar: su disfrute está condicionado por el grado de  educación de cada quien. En ese sentido, puede afirmarse que ciertos productos, como los  ofrecidos por los canales de televisión abierta o las películas comerciales de Hollywood, no  demandan de la audiencia niveles elevados de formación para ser apreciados. No sucede lo  mismo con obras de arte elaboradas por escultores y pintores, de mayor complejidad estética  y, por tanto, más difíciles de valorar en su justa dimensión. Huelga decir que con esto no se  pretende trazar una distinción entre consumidores de primera y de segunda ni se busca  promover un específico tipo de cultura, sino fijar la atención sobre una variable clave para el diseño de políticas públicas cónsonas con las necesidades del país. A fin de cuentas, debe  prestársele atención a cada una de las etapas del proceso económico, desde la fase de creación  hasta la de consumo. 

Al referirnos a las industrias culturales del siglo XXI y a la educación de los  consumidores, es inevitable abordar el tema de las nuevas tecnologías, por cuanto ha  transformado la manera en que nos aproximamos a la música, al cine, a la televisión, etcétera. Ya no es necesario salir de casa ni acudir a los medios de comunicación masivos para  aproximarnos a la cultura nacional e internacional. Basta con un dispositivo tecnológico y un servicio de internet de calidad. Con el auge de la convergencia digital y la generación de  espacios para la adopción del rol de prosumidor, el goce de buena parte de las experiencias  culturales pasa ahora por el dominio de una serie de habilidades asociadas con el uso de las  TIC, ya sea para consumir bienes o para crearlos, un fenómeno que puede resultar igualmente beneficioso desde el punto de vista de las empresas. En consecuencia, la alfabetización digital —sugerida por Benassini Felix (2014)— ha de estar incluida en los planes de estudio no sólo  como herramienta fundamental para todo ciudadano de los tiempos modernos, sino como  medio para garantizar el acceso de la población a una gama aún mayor de productos  culturales, amén de estimular la elaboración de otros. 

Dar impulso a las actividades económico-culturales es una opción perfectamente válida para muchos países latinoamericanos en su aspiración de alcanzar el desarrollo. Sin  embargo, a diferencia de otras apuestas menos exitosas y probadas hasta el hartazgo, como  priorizar la explotación y exportación de materias primas, el aprovechamiento de la estrategia aquí abordada implica seguir una ruta más lenta y con mayores obstáculos. En líneas  generales, exige la adopción de reformas profundas —concebidas luego de escuchar a  distintos sectores de la sociedad—, el abandono de apuestas facilistas y demagógicas por  parte de los dirigentes políticos, y una fuerte participación de la sociedad civil. A pesar de  las dificultades referidas, se trata de una ruta que, en caso de ser asumida, puede acercarnos  al siempre anhelado objetivo de cerrar las brechas entre nuestros países y las potencias  mundiales. Sólo por esa razón merece la pena combatir el escepticismo, tomarse la propuesta  muy en serio y animarse a soñar con futuro más brillante. 

 

FUENTES CONSULTADAS 

Benasinni Felix, Claudia (2014). De audiencias a prosumidores: acercamiento  conceptual. Revista Luciérnaga, 6 (12), 16-29.  

García Canclini, Néstor y Piedras Feria, Ernesto (2006). Las industrias culturales y el  desarrollo de México. México: Siglo XXI. 

Piedras Feria, Ernesto (2006). Crecimiento y desarrollo económicos basados en la  cultura. En García Canclini y Piedras Feria, Las industrias culturales y el desarrollo de  México (p. 45-86). México: Siglo XXI.

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