IV. Reflexiones sobre el texto asignado «Cibercultura y Redes Sociales»

(2021)

Cibercultura y Redes sociales

 

Cualquier ciudadano acostumbrado a dedicar buena parte de su tiempo a interactuar  con pantallas y dispositivos es consciente de las numerosas necesidades que pueden ser  satisfechas con mayor facilidad gracias a la aparición de las nuevas tecnologías. Una de esas necesidades es la interacción social. Gracias a los hipermedios, el establecimiento de vínculos  con el otro se ha desmarcado de las limitaciones espaciotemporales que aún no habían sido suprimidas por los avances tecnológicos previos, poniendo a disposición del usuario todo un  universo de contactos y afectos de proporciones inmensas. Ahora bien, el aprovechamiento  de los beneficios sociales de la vida digital no depende nada más de la conectividad y el tiempo disponible. Además de ello, exige el cumplimiento de unas reglas de juego cuya  aceptación no puede ser tomada a la ligera, por cuanto alteran radicalmente nuestra manera  de entendernos a nosotros mismos y relacionarnos con los demás. Tal hecho resulta previsible si se toma en cuenta que la participación en el continente digital está lejos de ser análoga a la  pertenencia a un club en el sentido más tradicional del término. Va mucho más allá: se  convierte en el tamiz por el que pasa nuestro entendimiento de la realidad.  

Formar parte de la cultura digital entraña, en primera instancia, mostrarse dispuestos  a exhibirse frente a los demás, esto es, a convertir los espacios abiertos al usuario en vitrinas  donde determinados aspectos de la intimidad —cuidadosamente escogidos— se transforman en asuntos públicos. Esa selección varía en función de la imagen que se busca proyectar y el  tipo de gente con la que se pretende entablar una conexión, sea del tipo que sea. A cambio  de esta concesión, el Homo Digital Signum tiene la oportunidad de ser recompensado con la  atención y el reconocimiento de sus pares, muchos de los cuales, en ocasiones, ni siquiera  llegan a ser conocidos más allá del dígito que ayudan a conformar. Así pues, lo que antaño  llegaba a ser sagrado, reservado para los miembros más cercanos del círculo social u oculto  en las honduras de la propia individualidad, constituye ahora la llave de acceso a la  aceptación social. Todas estas ofrendas alimentan la maquinaria de la interactividad hipermediatizada y estimulan al resto de los participantes a continuar haciéndolo. Quien se  opone a hacer público su yo queda por fuera de la dinámica de la economía digital y, por lo tanto, al margen del interés de los otros, lo cual lo reduce a un mero espectador anónimo. 

Sin embargo, la materia prima aportada por cada prosumidor a esta industria no  garantiza en sí misma —cruda y sin procesar— el éxito. Puede que se presente un caso en el  que eso sea así, pero ello implica dejar en manos del azar la manera como somos percibidos  por parte de los demás y, por ende, las relaciones que establecemos con ellos. Hace falta  ajustar los aspectos de nuestra vida que hemos decidido exhibir para adecuarlos a nuestras  propias expectativas, así como a las de las comunidades virtuales de las que formamos parte,  todo ello con el fin de ser dignos del anhelado protagonismo, así sea por unos instantes. De  ahí que la primera norma deba ser complementada con otra: la disposición a convertir la  propia existencia en un espectáculo, con todo lo que eso lleva aparejado. Lo que se busca no  es otra cosa que captar el interés de los consumidores, mantenerlo y, de ser posible,  trasladarlo a publicaciones futuras. Se trata de una actividad de carácter estratégico, que no  admite la improvisación de los detalles ni el descuido de ningún elemento. Un error en  nuestro proyecto mercadotécnico y existencial puede echar por tierra todo lo construido y  hacernos perder relevancia como «marca». 

Tras leer los párrafos anteriores, puede quedar la sensación de que promover nuestra  individualidad es una práctica esporádica, llevada a cabo en momentos de ocio o cuando se  nos antoje. No obstante, la identidad en la era digital no tiene la apariencia inmutable de  antaño. Ahora opera como una máscara —frágil, temporal y reemplazable—, debajo de la  cual no hay un rostro alguno. Las máscaras han reemplazado al rostro, por lo que no podemos  prescindir de ellas, mucho menos cuando todo esfuerzo por trazar distinciones entre la vida  real y la vida virtual representa un mero ejercicio de futilidad. En ese sentido, los individuos  inmersos en los espacios creados por los hipermedios están llamados a desarrollar una labor  incansable de construcción identitaria cuyo fin sólo podría alcanzarse con la improbable  desaparición del capitalismo digital, la apuesta por el aislamiento en un mundo  crecientemente interconectado o la muerte. Tan pronto como se ha redefinido la identidad  propia con una publicación dada empieza un conteo regresivo hacia su degradación, que sólo puede ser combatida por medio de un nuevo esfuerzo por redefinirla. Estamos frente a un  proceso permanente, aceptado por muchos con naturalidad e, incluso, con entusiasmo. 

Como se ha señalado, todo este esfuerzo por mostrarse y construirse públicamente va  dirigido al otro, fuente última de las experiencias y sensaciones anheladas por el prosumidor. Sin embargo, el proceso que tiene lugar aquí no va en una sola dirección, como solía suceder  con las figuras públicas. Quien se exhibe está obligado a asumir una actitud voyerista y esperar también que el resto de los participantes hagan lo propio. A diferencia de lo que  acontecía en el pasado, la indiferencia hacia la intimidad del prójimo va a contracorriente de  las normas sociales. Las posiciones críticas o apegadas a valores tradicionales acerca de la  frontera entre lo público y lo privado carecen de sitio en el mercado de las identidades. «En  esta hipermodernidad, ver y consumir al otro como una entidad simbólica, es una condición  global masiva, adictiva y corporativa» (Hidalgo, 2019:79). Siendo consecuentes con estos  parámetros, las empresas tecnológicas se esmeran por buscar siempre nuevos mecanismos  para facilitar y propiciar la insaciable curiosidad de los usuarios, personalizando incluso lo  que ofrecen a cada usuario de conformidad con los intereses evidenciados por su actividad  digital. 

La prueba más convincente de la naturaleza capitalista del proceso desplegado a  través de los hipermedios radica en la competencia que tiene lugar entre los individuos. Ante  tantas mercancías alternativas, captar la atención de las multitudes depende de nuestra capacidad para marcar la diferencia y resaltar por encima de los demás, lo cual depende,  como cabe suponer, de las habilidades y ventajas que ostentemos como competidores. Es un  juego de suma cero, donde el éxito conseguido se logra a expensas del fracaso ajeno y la  repartición equitativa de los quince minutos de fama no está garantizada para nadie. El único  consuelo radica en la efímera duración del protagonismo, una consecuencia inevitable del  ritmo acelerado dotado por las nuevas tecnologías a las situaciones comunicativas del siglo  XXI. Esto obliga a quienes están en la delantera a ingeniárselas para preservar su posición y  permite mantener vivas las esperanzas de quienes han quedado momentáneamente relegados. Al final, no hay ganadores definitivos, sino una sucesión interminable de ganadores  temporales, plenamente conscientes del carácter efímero de sus triunfos. Lo único que parece  perdurar es la lucha incesante por la notoriedad.

¿Son estas las características definitivas de la economía digital? Aunque cabe la  posibilidad de que el modelo imperante perdure por mucho tiempo, la naturaleza cambiante  de la vida digital deja las puertas abiertas a la popularización de modelos distintos, signados  por la cooperación. Ahora bien, no por eso debe apostarse por una condena irrestricta del  capitalismo digital: ciertos aspectos dan cuenta de las bondades de los hipermedios. Destacan  particularmente las libertades brindadas en materia identitaria, permitiendo que los  individuos den a conocer las múltiples dimensiones de su experiencia vital. Su incidencia  también es positiva en términos sociales. Al dotar a la identidad de mayor flexibilidad, el  modelo actual crea abundantes oportunidades para que el usuario se relacione con grupos  humanos muy diversos, representativos de las diferentes facetas de su personalidad. Ante  tales circunstancias, el mejor curso de acción no radica en abrazar el statu quo ni en hacer  tabula rasa, sino en un punto intermedio, donde nos opongamos a los defectos del modelo  actual y apostemos por la preservación, profundización y perfeccionamiento de sus ventajas,  teniendo siempre presente el bienestar de las generaciones venideras.

 

 

FUENTES CONSULTADAS 

Hidalgo, Jorge (2019). La economía del panóptico: la experiencia de la mirada y las  identidades en la era digital. En Noriega y Martínez (Eds.), Viralidad: política y estética de  las imágenes digitales (p. 75-104). CDMX: Gedisa.

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