(2021)
Cibercultura y Redes sociales
Cualquier ciudadano acostumbrado a dedicar buena parte de su tiempo a interactuar con pantallas y dispositivos es consciente de las numerosas necesidades que pueden ser satisfechas con mayor facilidad gracias a la aparición de las nuevas tecnologías. Una de esas necesidades es la interacción social. Gracias a los hipermedios, el establecimiento de vínculos con el otro se ha desmarcado de las limitaciones espaciotemporales que aún no habían sido suprimidas por los avances tecnológicos previos, poniendo a disposición del usuario todo un universo de contactos y afectos de proporciones inmensas. Ahora bien, el aprovechamiento de los beneficios sociales de la vida digital no depende nada más de la conectividad y el tiempo disponible. Además de ello, exige el cumplimiento de unas reglas de juego cuya aceptación no puede ser tomada a la ligera, por cuanto alteran radicalmente nuestra manera de entendernos a nosotros mismos y relacionarnos con los demás. Tal hecho resulta previsible si se toma en cuenta que la participación en el continente digital está lejos de ser análoga a la pertenencia a un club en el sentido más tradicional del término. Va mucho más allá: se convierte en el tamiz por el que pasa nuestro entendimiento de la realidad.
Formar parte de la cultura digital entraña, en primera instancia, mostrarse dispuestos a exhibirse frente a los demás, esto es, a convertir los espacios abiertos al usuario en vitrinas donde determinados aspectos de la intimidad —cuidadosamente escogidos— se transforman en asuntos públicos. Esa selección varía en función de la imagen que se busca proyectar y el tipo de gente con la que se pretende entablar una conexión, sea del tipo que sea. A cambio de esta concesión, el Homo Digital Signum tiene la oportunidad de ser recompensado con la atención y el reconocimiento de sus pares, muchos de los cuales, en ocasiones, ni siquiera llegan a ser conocidos más allá del dígito que ayudan a conformar. Así pues, lo que antaño llegaba a ser sagrado, reservado para los miembros más cercanos del círculo social u oculto en las honduras de la propia individualidad, constituye ahora la llave de acceso a la aceptación social. Todas estas ofrendas alimentan la maquinaria de la interactividad hipermediatizada y estimulan al resto de los participantes a continuar haciéndolo. Quien se opone a hacer público su yo queda por fuera de la dinámica de la economía digital y, por lo tanto, al margen del interés de los otros, lo cual lo reduce a un mero espectador anónimo.
Sin embargo, la materia prima aportada por cada prosumidor a esta industria no garantiza en sí misma —cruda y sin procesar— el éxito. Puede que se presente un caso en el que eso sea así, pero ello implica dejar en manos del azar la manera como somos percibidos por parte de los demás y, por ende, las relaciones que establecemos con ellos. Hace falta ajustar los aspectos de nuestra vida que hemos decidido exhibir para adecuarlos a nuestras propias expectativas, así como a las de las comunidades virtuales de las que formamos parte, todo ello con el fin de ser dignos del anhelado protagonismo, así sea por unos instantes. De ahí que la primera norma deba ser complementada con otra: la disposición a convertir la propia existencia en un espectáculo, con todo lo que eso lleva aparejado. Lo que se busca no es otra cosa que captar el interés de los consumidores, mantenerlo y, de ser posible, trasladarlo a publicaciones futuras. Se trata de una actividad de carácter estratégico, que no admite la improvisación de los detalles ni el descuido de ningún elemento. Un error en nuestro proyecto mercadotécnico y existencial puede echar por tierra todo lo construido y hacernos perder relevancia como «marca».
Tras leer los párrafos anteriores, puede quedar la sensación de que promover nuestra individualidad es una práctica esporádica, llevada a cabo en momentos de ocio o cuando se nos antoje. No obstante, la identidad en la era digital no tiene la apariencia inmutable de antaño. Ahora opera como una máscara —frágil, temporal y reemplazable—, debajo de la cual no hay un rostro alguno. Las máscaras han reemplazado al rostro, por lo que no podemos prescindir de ellas, mucho menos cuando todo esfuerzo por trazar distinciones entre la vida real y la vida virtual representa un mero ejercicio de futilidad. En ese sentido, los individuos inmersos en los espacios creados por los hipermedios están llamados a desarrollar una labor incansable de construcción identitaria cuyo fin sólo podría alcanzarse con la improbable desaparición del capitalismo digital, la apuesta por el aislamiento en un mundo crecientemente interconectado o la muerte. Tan pronto como se ha redefinido la identidad propia con una publicación dada empieza un conteo regresivo hacia su degradación, que sólo puede ser combatida por medio de un nuevo esfuerzo por redefinirla. Estamos frente a un proceso permanente, aceptado por muchos con naturalidad e, incluso, con entusiasmo.
Como se ha señalado, todo este esfuerzo por mostrarse y construirse públicamente va dirigido al otro, fuente última de las experiencias y sensaciones anheladas por el prosumidor. Sin embargo, el proceso que tiene lugar aquí no va en una sola dirección, como solía suceder con las figuras públicas. Quien se exhibe está obligado a asumir una actitud voyerista y esperar también que el resto de los participantes hagan lo propio. A diferencia de lo que acontecía en el pasado, la indiferencia hacia la intimidad del prójimo va a contracorriente de las normas sociales. Las posiciones críticas o apegadas a valores tradicionales acerca de la frontera entre lo público y lo privado carecen de sitio en el mercado de las identidades. «En esta hipermodernidad, ver y consumir al otro como una entidad simbólica, es una condición global masiva, adictiva y corporativa» (Hidalgo, 2019:79). Siendo consecuentes con estos parámetros, las empresas tecnológicas se esmeran por buscar siempre nuevos mecanismos para facilitar y propiciar la insaciable curiosidad de los usuarios, personalizando incluso lo que ofrecen a cada usuario de conformidad con los intereses evidenciados por su actividad digital.
La prueba más convincente de la naturaleza capitalista del proceso desplegado a través de los hipermedios radica en la competencia que tiene lugar entre los individuos. Ante tantas mercancías alternativas, captar la atención de las multitudes depende de nuestra capacidad para marcar la diferencia y resaltar por encima de los demás, lo cual depende, como cabe suponer, de las habilidades y ventajas que ostentemos como competidores. Es un juego de suma cero, donde el éxito conseguido se logra a expensas del fracaso ajeno y la repartición equitativa de los quince minutos de fama no está garantizada para nadie. El único consuelo radica en la efímera duración del protagonismo, una consecuencia inevitable del ritmo acelerado dotado por las nuevas tecnologías a las situaciones comunicativas del siglo XXI. Esto obliga a quienes están en la delantera a ingeniárselas para preservar su posición y permite mantener vivas las esperanzas de quienes han quedado momentáneamente relegados. Al final, no hay ganadores definitivos, sino una sucesión interminable de ganadores temporales, plenamente conscientes del carácter efímero de sus triunfos. Lo único que parece perdurar es la lucha incesante por la notoriedad.
¿Son estas las características definitivas de la economía digital? Aunque cabe la posibilidad de que el modelo imperante perdure por mucho tiempo, la naturaleza cambiante de la vida digital deja las puertas abiertas a la popularización de modelos distintos, signados por la cooperación. Ahora bien, no por eso debe apostarse por una condena irrestricta del capitalismo digital: ciertos aspectos dan cuenta de las bondades de los hipermedios. Destacan particularmente las libertades brindadas en materia identitaria, permitiendo que los individuos den a conocer las múltiples dimensiones de su experiencia vital. Su incidencia también es positiva en términos sociales. Al dotar a la identidad de mayor flexibilidad, el modelo actual crea abundantes oportunidades para que el usuario se relacione con grupos humanos muy diversos, representativos de las diferentes facetas de su personalidad. Ante tales circunstancias, el mejor curso de acción no radica en abrazar el statu quo ni en hacer tabula rasa, sino en un punto intermedio, donde nos opongamos a los defectos del modelo actual y apostemos por la preservación, profundización y perfeccionamiento de sus ventajas, teniendo siempre presente el bienestar de las generaciones venideras.
FUENTES CONSULTADAS
Hidalgo, Jorge (2019). La economía del panóptico: la experiencia de la mirada y las identidades en la era digital. En Noriega y Martínez (Eds.), Viralidad: política y estética de las imágenes digitales (p. 75-104). CDMX: Gedisa.