28 de enero de 2010
La globalización constituye un proceso de integración multinacional a nivel económico y tecnológico que unifica al planeta y diluye las barreras nacionales. Se considera que nace con el fin de la Guerra Fría, una circunstancia que posibilitó el auge de la concepción liberalizadora del mercado. Su consecuente desarrollo ha tenido impacto en el funcionamiento de los medios de comunicación, así como en la concepción de los derechos humanos y las relaciones sociales.
Una de las grandes afirmaciones que hacen sus defensores es que, gracias al avance de este fenómeno, ha ido aumentando de modo progresivo la libertad de expresión para todos en el mundo, específicamente en su dimensión colectiva. Visto el proceso a simple vista, parecen tener razón, por cuanto las telecomunicaciones ahora le permiten a la gente saber qué sucede en cualquier parte del orbe en instantes; además, las posibilidades que ofrecen Internet y otros medios emergentes enriquecen la interacción entre las personas cada vez más, sin importar las limitaciones impuestas por la distancia.
Ahora bien, ¿cuán perfecto es ese panorama que pintan los señalamientos anteriores? No tanto como mucho quisieran, pues los obstáculos se hacen presentes de variadas maneras. Puede afirmarse, en ese sentido y para mal de muchos individuos, que el flujo globalizador no ha cumplido del todo con sus promesas originarias en materia de libre expresión.
Primero que nada, la posibilidad de beneficiarse o no de la globalización parte del acceso a los avances técnicos. Surge entonces una brecha tecnológica entre los países desarrollados y los subdesarrollados. Aquellos que viven en las primeras naciones son ampliamente beneficiados, mientras que, en las segundas, pocos salen ganando. Es evidente que la diferencia es resultado del liderazgo que tienen las potencias en el desarrollo de las telecomunicaciones. Por supuesto, no se trata de achacarles toda la responsabilidad a éstas por la desigualdad, ya que los gobiernos del Tercer Mundo han sido incapaces de afrontar salidas que conduzcan a la equiparación. Por tales razones, la libertad de expresión se incrementa en algunos sitios, en tanto que en otros se queda estancada.
Al momento de asumir el reto de echar una ojeada a las clases sociales, la situación no mejora. Otra vez surge una barrera, esta vez entre quienes tienen recursos económicos y quienes están sumidos en la pobreza. Constituye una desigualdad que aparta a una parte significativa de la gente de las ventajas que ha traído el proceso globalizador para el intercambio de ideas, creencias y manifestaciones artísticas.
Los sistemas de gobierno a los cuales se someten algunas sociedades también marcan fronteras significativas. Cuando la represión se manifiesta por los caminos habituales en sitios como China, es de esperarse que las personas busquen rutas alternas en las nuevas tecnologías para eludir los controles oficiales. En respuesta a estas medidas tomadas por la ciudadanía, salen a relucir las restricciones al uso de las redes sociales por parte de los detentores del poder en esos países, de manera que, al final, esos habitantes pierden las ventajas de la globalización para la libertad de expresión.
Esa desconfianza tiene su sustento en la profunda raíz liberal que ha venido caracterizando a este proceso, la cual choca con los rasgos políticos de los regímenes que administran esas naciones, donde los principios de la teocracia o el socialismo son predominantes. Puede que tengan derecho a ser recelosos y a defender sus culturas; no obstante, buscan una solución que resulta lesiva para sus ciudadanos.
El caso anterior resulta útil para analizar otro de los elementos propios de la globalización en la que estamos inmersos hoy en día: Internet. A nadie le cabe duda que representa la punta de lanza de la libertad de expresión en el presente posmoderno. Como bien lo expresa el sociólogo Manuel Castells en su artículo “Internet, libertad y sociedad: una perspectiva analítica”, es su caos, anarquía y pluralidad lo que hace a esta tecnología tan atractiva; de ahí parte su gran potencial para beneficiar el libre debate.
Pese a esos rasgos, el derecho a manifestarse libremente por esta vía parece estar en peligro. Abundan los intentos de regularla desde los poderes públicos de cada nación, con todo lo que eso implica. En otras palabras, tampoco hay garantías.
Desde lo privado, las limitantes tienen un valor económico. En este caso, la excusa para regular está en la supuesta defensa de los derechos de autor, bien sea para contenidos musicales, literarios o fotográficos. Ciertamente, cubiertas con el velo del anonimato, las violaciones legales en la Red de Redes se convierten en el pan de cada día. No obstante, aquel con poder para controlar Internet puede coartar la libertad de expresión imperante en ella.
No se niega que el establecimiento de controles es esencial, en especial cuando se trata de temas como la protección del menor, la privacidad, la pornografía o el respeto al copyright. Pero debe hacerse tomando en cuenta la opinión de todos; hay que hallar el equilibrio entre los derechos de los cibernautas a interactuar y los derechos de terceros que pudiesen verse tocados por las extralimitaciones.
En cuanto a los medios tradicionales, la democratización sigue lejana. El poder sigue, en general, concentrado en pocas familias, que lo usan a favor de sus intereses, al tiempo que censuran aquello que los perjudica. El artículo “Propiedad y acceso a los medios de comunicación del mundo”, redactado por Ana Fiol en 2001 para la revista Chasqui, revela que el sistema mediático latinoamericano, para ese año, todavía seguía los patrones comerciales y centralizados de Estados Unidos. La globalización no ha mejorado la libertad de expresión latinoamericana en radio, prensa y televisión.
En otros casos y en pleno siglo XXI, es el gobierno quien asume el control de estos medios. Tampoco hay garantías para la población, pues los administradores del Estado ceden a la tentación de manejarlos en función de sus intereses. Entretanto, la disidencia ve reducido su espacio para manifestarse, así como para atreverse a hacer cuestionamientos de cualquier índole. Es un modelo que aún hoy existe en América Latina y cuyos efectos son desastrosos para el mantenimiento del orden democrático.
Con esta clase de limitantes, la discusión plural en la esfera pública se ve restringida a lo que los dueños de medios quieren. Y esos escollos, acompañados de posibles controles en el acceso a la información, son, hoy en día, una enorme traba a la libertad de expresión en los lugares donde se manifiestan.
Según el informe de Fiol, un primer intento para mejorar esta situación se ha estado dando en países como Chile o Colombia, a través de las radios comunitarias y educativas verdaderamente independientes, una alternativa que no pretende sustituir a los medios tradicionales, sino que se convierte en un complemento de éstos, con lo que potencia el debate propio de la democracia. En Inglaterra, se destaca la BBC de Londres, que, gracias a su esquema económico, ha logrado desprenderse de intereses estadales o empresariales. Desafortunadamente, estos ejemplos presentados son más excepciones que reglas.
Tampoco se deben olvidar las diferencias culturales que pueden obstaculizar el fenómeno de unificación global. Su origen ha estado sintonizado con las concepciones propias de la cultura occidental y el rasgo individualista que caracteriza los derechos que ésta defiende, entre ellos el referente a la libertad de expresión. Los habitantes de los países asiáticos, africanos o árabes tienen sus propios puntos de vista, por lo que rechazan integrarse a un fenómeno distinto a ellos.
Otra causa del recelo que manifiestan estas sociedades radica en el miedo a perder sus manifestaciones locales. No es un temor infundado, ya que la uniformización de la cultura parece una tendencia que va de la mano con la unificación globalizadora. ¿Cómo asegurar el respeto a la cultura y, al mismo tiempo, permitir el avance de la libre expresión en estas partes del mundo? Toca a Occidente y a estos países dar respuesta a esa interrogante; mientras no haya acuerdos, las diferencias serán insalvables.
La globalización se ha convertido en la gran oportunidad de la humanidad para expandir la libre expresión colectiva a estratos insospechados hace tan solo medio siglo. Sin embargo, por si misma, no la garantizará. Hay amenazas; hay brechas. Hasta que no se venzan las primeras y se subsanen las segundas, este proceso se estancará o, peor aún, retrocederá, con lo que se echará por tierra todo lo que sus seguidores ostentan.
Aunque el panorama sea vislumbrado como turbulento, las posibilidades de llevar la libertad de expresión a todas o, siendo más realistas, casi todas las sociedades del planeta siguen intactas. Sin embargo, para que se concrete, es necesario que todos los sectores involucrados se esfuercen en garantizar que lo positivo del fenómeno globalizador salga a relucir y lo negativo se empequeñezca. Se trata de un complejo trabajo de gobiernos, organizaciones y ciudadanos que no ha empezado. Hay que iniciarlo para quitarle su viso de imposibilidad. Muy probablemente, nosotros no lleguemos a ver ese futuro más democrático, pero, al menos, consolaría saber que otras generaciones lo vivirán.