26 de noviembre de 2008
Pilas de libros viejos y paredes que no se ven por ninguna parte. Solo valen los libros. Veo de cerca uno y reconozco al autor. Javier Marías escribe poemas a cuatro manos con alguien que conozco. En la otra pila de obras, encuentro un texto aún más llamativo. El nombre de su autor empieza por W (quizá sea Warlock, definido como brujo por cierta serie televisiva). Sin duda, es escritor un norteamericano o un inglés. Una palabrita solitaria conforma el título, sin que logre aprehenderla en la memoria. En la carátula, una gárgola medita arrodillada a la diestra, con la vista puesta en la base de una columna o de una torre sin ventanas que ocupa la parte siniestra. Quiero retenerlo todo. Converso con una empleada de esa dependencia que no está ni abierta ni cerrada, sino sumida en un vacío blanco o gris. Las paredes son de libros y las polillas se las comen a cuentagotas. Sé que todo terminará y quiero estirar el momento. Cuando despierte, todos esos libros serán devorados por mi conciente, para sufrimiento de mi subconsciente. Una pregunta a la chica que no recuerdo. Una respuesta de la que no me acuerdo. ¡El mundo para ratones de biblioteca dejará de existir y sólo nosotros dos lo sabemos! Muy tarde, ya me desperté. A esperar el próximo sueño lúcido que lo reviva. Mientras, esos libros siguen cerrados y, por ende, muertos.