Prueba de amistad

8 de junio de 2007

 

Por enésima vez, Luis se cercioró del buen estado del maletín y de su contenido. Ya tenía  experiencia en el asunto del intercambio con mercancía ilegal, sin embargo el hecho de estar detenido cerca  de un módulo policial convertía todo en una pesadilla. Todo eso aderezado por un toque de malos  pensamientos, esos que en lugar de ayudar, terminan complicando las cosas. 

Sus compañeros de puesto tampoco se sentían a gusto, tal como lo demostraba la manera en que  sudaban en plena noche de enero. Hablaban sobre temas insignificantes para tratar de darse ánimos, mas  sufrían igual que él. No paraban de mirar compulsivamente hacia delante, desesperados por ver avanzar la  inmensa cola camino a la ciudad. Por fin, hubo un ligero avance que dio ánimos a los cuatro del grupo. 

−¿Será que algún día nos vas a decir cuál es el producto que vendes? –insistió de nuevo Jonás,  ávido de información. 

−¡No es el momento! –respondió el otro de mala gana, aferrando con más fuerza el refugio portátil  de su secreto− ¿A qué viene esa pregunta? 

−¡Somos tus colegas de confianza, así que deja el miedo! 

−Tu repentino interés da mucho que pensar –opinó Claudia, coincidiendo con su desconfiado  compañero. 

En ese instante, un policía los detuvo más de lo que ya estaban, situación que los obligó a ocultar  el bolso en la alfombra del vehículo. Desde la ventanilla, el hombre afirmó estar efectuando un operativo  de seguridad rutinario y se limitó a hacer una serie de preguntas sencillas. “Tranquilo. No estamos alterando  el orden público” le dijo Adriana con una tranquilidad inusitada. El tráfico se movió un poco más, pero la  imagen amenazante del puesto de vigilancia seguía allí. 

−¡Salimos bien librados! –exclamó ella, sin dirigirse a nadie en particular. 

−Ajá… −Luis le dedicó un gesto de reproche− Te veías muy cómoda hablando con el vigilante  ese… ¡no es normal en ti! 

−Es verdad, tú siempre has sido tímida –aprobó Claudia con un gesto malicioso. 

Iba a replicar, pero se vio detenida por su novio Jonás, quien le susurró al oído las palabras de  tranquilidad. Para infortunio del grupo, tal acción fue malinterpretada, por lo que no tardó en empezar una  discusión: 

−¡Lo sabía desde el principio, Jonás y tú están confabulando contra mí desde hace rato! −Pero… ¿qué te pasa? –dijo Adriana− ¿Es que no confías en nosotros? 

−¡Para nada! Siempre me ha parecido que mienten y tienen sus propios intereses, quieren que toda  la piratería la retengan los policías de esa parada.

−¿En quién confías entonces? –intervino Jonás, retador. 

−En Claudia, ella es la única persona en la que vale la pena confiar. 

Le dio una palmada de apoyo en la espalda para reafirmar sus palabras. Súbitamente, se escuchó el  sonido de un objeto que caía dentro del carro. Luis bajó la mirada y descubrió, con sorpresa, una grabadora  encendida que acababa de deslizarse de la camisa de Claudia. 

−¡No puede ser…! –se sorprendió él. 

−¡Auxilio! –gritó la mujer desesperada, al comprobar que no tenía escapatoria. 

Acudió a su llamado el mismo efectivo de seguridad que los había interrogado tan sólo unos  segundos antes, quien no tardó en escuchar la grabación con sumo interés. La mirada de la espía recién  descubierta mostraba expectación. Al terminar de girar la cinta, la autoridad soltó su veredicto: 

−Señora Claudia. Va presa. 

−¿Por qué? ¡Yo no estoy vendiendo mercancía pirata! 

−Por falta de compañerismo, grabación inautorizada de personas e irrespeto a los trabajos ajenos.  Además –bajó el tono de voz a un murmullo apenas inaudible− yo también vivo de la piratería, ¿o crees  que vivo de ser policía? 

Mientras la mujer se alejaba en compañía de las autoridades, Luis se apresuró a disculparse de sus  acompañantes: 

−Tenían razón, ella era una mentirosa. 

−¡Lo sabíamos! –dijo Jonás satisfecho− Aunque, te confieso que… −su voz cambió a un tono de  vergüenza− nosotros planificamos todo esto. 

−Ese vigilante es nuestro amigo… −completó Adriana. 

Hubo unos segundos de tensión, en el que ya estaban preparados para recibir otra agresión por parte  de su colega, cuyo gesto parecía desconcertado. Pero, éste no los atacó, sino que se limitó a darle un abrazo  a cada uno. Seguidamente, se puso al volante y les dedicó una amplia sonrisa por el retrovisor. Acababa de  entender que se encontraba junto a las únicas personas en las que debía haber confiado siempre. Después  de todo, ¿para qué son los amigos?

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de josé court

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