(2021)
Cibercultura y Redes sociales
Sobran los argumentos a favor del estudio de los cambios generados por la revolución tecnológica en nuestras vidas. Para bien o para mal, casi ningún aspecto de la vida en sociedad ha estado exento de verse afectado, en alguna medida, por la creación y la difusión de las más recientes creaciones del ingenio humano en materia de información y comunicación. A nivel personal, su impacto sale a relucir cada vez que realizamos nuestras actividades diarias o nos fijamos en el comportamiento de nuestros familiares y amigos. A nivel local y global, se refleja en el funcionamiento de las organizaciones, así como en las relaciones que los actores sociales establecen entre sí. Considerando lo antes mencionado, resulta superfluo insistir en la importancia de estudiar las TIC. En lugar de eso, urge detenerse a reflexionar acerca de los retos que acarrea el fenómeno tecnológico —y la cultura digital surgida a raíz de este proceso— como dimensión de la investigación.
Ante todo, hay que cuidarse de las posturas radicales o, como las denominan Lasén y Puente (2016), de las visiones utópicas y distópicas, las cuales tienden a aparecer cuando un dispositivo tecnológico irrumpe en la escena pública. Por lo general, los inventos no traen consecuencias puramente positivas o negativas, sino una combinación de ambas. Dicho de otro modo, su llegada da pie a la resolución de determinados problemas y, al mismo tiempo, al surgimiento o el agravamiento de otros. Ello aplica para las TIC. A guisa de ejemplo, pueden considerarse, por un lado, el impulso dado por éstas a los movimientos sociales y, por el otro, las facilidades que otorgan a la vigilancia gubernamental. Si se pretende obrar de manera responsable, el abordaje de la cultura digital no puede estar supeditado a la agenda parcializada de ningún sector de la sociedad. Corresponde a los investigadores examinar la naturaleza y los efectos de estos aparatos y servicios en su justa medida para, de este modo, proveer a las autoridades competentes y a la ciudadanía de los conocimientos que requieren para tomar decisiones relacionadas con estas materias.
Otra de las cuestiones que no conviene dejar de lado es la atinente a las nociones manejadas por los investigadores para encarar el estudio de las ciberculturas. Como dejan en evidencia Vizcarra y Ovalle (2011), muchos de los constructos de los que nos valíamos en el pasado para explicar la realidad social han quedado en desuso como resultado del protagonismo adquirido por los dispositivos tecnológicos. Varios ejemplos de ello se encuentran en la revisión hecha por los autores a propósito del estado de la investigación cibercultural, donde se habla de las rearticulaciones tempoespaciales, los conflictos entre lo global y lo local, los nexos entre lo virtual y lo real, los códigos identitarios, el cuerpo y los vínculos sociales. Los cambios de los últimos tiempos han trastocado la experiencia humana hasta tal punto que muchas categorías básicas para describirla y explicarla sólo seguirán siendo funcionales si son adecuadamente redefinidas. Por tal motivo, quienes se interesan por las TIC desde el punto de vista de las ciencias sociales están llamados a reexaminar estos términos para asegurarse de que representen las dinámicas actuales apropiadamente.
Como es de suponerse, no todas las transformaciones desatadas por la revolución tecnológica pueden ser explicadas echando mano de nociones familiares, ni siquiera por medio de un proceso de redefinición. De ahí que otro de los desafíos que entraña el estudio de la cultura digital es el desarrollo de nuevas nociones a partir de las cuales pueda procederse a la identificación, caracterización y explicación de fenómenos modernos o de fenómenos cuya aparición sería factible prever en un futuro, impensables en épocas precedentes. Toffler (citado por Lasén y Puente, 2006), acuñó el término prosumidor décadas atrás para referirse a la integración de la figura del consumidor y el productor, útil ahora para dar sentido a prácticas ciberculturales de nuestra era. Por su parte, Bolter y Grusin (citados por Lasén y Puente, 2006) se inspiraron en McLuhan e introdujeron el término remediación con el fin de referirse a los vínculos de conexión y a la dependencia cultural mutua entre medios sociales o dispositivos. Ambos aportes funcionan hoy en día como categorías de extremo valor para el entendimiento de la cibercultura.
El alcance mundial de la revolución tecnológica también constituye en sí mismo un reto de cara a todo esfuerzo por comprender los tiempos modernos. La mejor expresión de esto es el predominio de un nuevo sistema de organización social, potenciado por las herramientas ofrecidas por las TIC: la sociedad red. A diferencia de las organizaciones verticales, dicha estructura está constituida por nodos interconectados que absorben y procesan información (Castells, 2006). Se trata de un modelo que se ha propagado alrededor del mundo y cuyos fundamentos pueden ser adoptados por sectores de diversa índole: está presente en la política, en la economía, en el crimen organizado, etcétera. Si se pretende dimensionar la magnitud de este fenómeno global, atajar a tiempo sus efectos nocivos y aprovechar al máximo los positivos, es menester que las academias y demás instituciones con perfil investigativo del orbe emprendan un esfuerzo conjunto de proporciones no menos globales. La cooperación internacional jugaría un papel clave en ello.
Ahora bien, esta recomendación no puede hacerse ignorando las particularidades de nuestros países, por cuanto la hiperconectividad no nos ha llevado a la consolidación de una cultura homogénea, sino que las múltiples e incesantes interacciones han tenido consecuencias muy variadas en cada lugar del mundo. «El lugar —la dimensión más local en términos de territorio— está trastocado por los procesos globales; y lo global aparece como un inmenso bricolaje de expresiones propias de múltiples localidades» (Vizcarra y Ovalle, 2011: 35). En ese sentido, no extraña que pesista la división entre el centro y la periferia, la cual tiene lugar entre las naciones, pero también entre las regiones de cada nación. Mientras los países desarrollados se encuentran a la vanguardia de la innovación y la investigación tecnológicas, vastos territorios se van quedando atrás, con todas las desventajas que tales circunstancias llevan aparejadas.
Sin embargo, no por ello puede delegarse la labor investigativa de los países periféricos en manos de los desarrollados para que estos los expliquen desde fuera. De ahí la urgencia de superar uno de los males referidos por González acerca de la realidad mexicana, compartida por otras naciones latinoamericanas y de otras latitudes, esto es, «la incapacidad de preguntarnos preguntas desde nuestra propia especificidad como sociedades y culturas al investigar» (2003: 48). Más allá del acertado diagnóstico acerca de la desigualdad, es necesarios tomar cartas en el asunto si no queremos padecer las nefastas consecuencias de quedarnos rezagados. No obstante, esa responsabilidad no se reduce al mero hecho de facilitar el acceso de la ciudadanía a los aparatos y las plataformas de internet, en especial de aquellos segmentos poblacionales que pertenecen a los sectores menos favorecidos de la sociedad. Hace falta el desarrollo de culturas de comunicación e investigación en nuestras universidades y demás instituciones de carácter investigativo, una tarea nada sencilla pero no por ello menos necesaria. Y esa responsabilidad recae, en gran medida, en nosotros mismos.
Los desafíos mencionados en líneas anteriores son apenas algunos de los cuales el estudio de las TIC y la cultura digital ponen frente a nosotros. Cubrirlos todos implicaría la elaboración de un escrito de mayor envergadura, cuyo desarrollo requeriría de la labor conjunta de especialistas de diversos campos de las ciencias sociales. Sin embargo, la pequeña muestra aquí presentada ilustra con claridad la enorme responsabilidad que institutos de investigación y profesionales de distintos ámbitos asumen cuando se embarcan en proyectos relacionados con estos temas. Aun así, tienen el deber de seguir adelante, por cuanto la celeridad de las innovaciones supera con creces el ritmo de trabajo de los investigadores. Pero no hay motivos para el desaliento. A pesar del ritmo pausado que demanda toda indagación rigurosa, es mucho lo que hemos aprendido en los últimos años acerca de la sociedad red. Y, para beneficio de toda la humanidad, todo indica que seguiremos transitando incansablemente en esa dirección en las décadas venideras.
FUENTES CONSULTADAS
Castells, Manuel (2006). Informacionalismo, redes y sociedad red: una propuesta teórica. En Castells (Ed.), La sociedad red: una visión global (p. 27-75). Madrid: Alianza.
González, Jorge (2003). Cultura(s) y cibercultur@(s): incursiones no lineales entre Complejidad y Comunicación. México: UIA.
Lasén, Amparo y Puente, Héctor (2016). La cultura digital. En D. López (Ed.), Tecnologías Sociales de la Comunicación: materiales docentes de la UOC, Módulo Didáctico, 3, 1-45.
Vizcarra, Fernando y Ovalle, Lilian (2011). Ciberculturas: el estado actual de la investigación y el análisis. Cuadernos de Información, 28, 33-44.