Un golpe sordo indicó que algo había retenido la puerta. Pronto, el pasante confirmó que sus presentimientos tenían sentido, cuando se percató que el pie de un individuo frenaba el ascensor. Tras varios segundos de lucha contra el metal, pudo el motorizado ingresar, aunque se vio obligado a darle un ligero empujón a uno de los ocupantes, para así tener más espacio.
—¡No empujes que no somos ganado! –exclamó la ejecutiva de mala gana– A ver si empiezas a respetar a tus semejantes.
—¡Lo siento, mi amor, pero el espacio es de todos! –le espetó el hombre– Mi burra me espera allá abajo.
—Por favor… esperen a que termine de subir el ascensor –rogó el joven pasante en un tono escasamente audible, expresando temor.
De repente, el ascensor detuvo su marcha sin explicación alguna, derribando a las tres personas al suelo. Una voz sutil, proveniente del intercomunicador en el techo, aclaró lo sucedido: “Lamentamos seriamente la falla, restituiremos el servicio del elevador sur lo más pronto posible hasta dar con sus causas”.
Pasado el contratiempo, el pasante comenzó a morderse las uñas, al tiempo que su párpado izquierdo danzaba rítmicamente, al ritmo de una melodía inaudible. Esa actitud hizo que sus acompañantes de elevador le dirigieran la atención, desconfiando por completo de su comportamiento. Varias miradas fijas de la ejecutiva no hicieron más que agravar sus compulsivos movimientos.
En cambio, el accidente no hizo más que provocar una risita desdeñosa de la dama. Su tranquilidad hacía dar la impresión de estar muy acostumbrada a ese tipo de situaciones. Deseosa de evitar alguna conversación con sus compañeros de aparato mecánico, se dedicó a registrar el contenido de su bolso con lentitud.
Idéntico comportamiento extraño asumió el motorizado, dedicándose a ejecutar alguna melodía caribeña con sus silbidos. A su vez, se rascaba el brazo izquierdo sin siquiera arremangarse la manga de su chaqueta, de la que sobresalía un bulto sospechoso, que él se las ingeniaba para tapar con cada movimiento de su mano.
“Señores… nos acaban de anunciar que hay un asaltante suelto en el edificio, sospechamos que en uno de los cuatro ascensores, se parece a…”, intervino de nuevo la voz femenina desde arriba. No terminó la frase porque la conexión se perdió inexplicablemente.
Las tres personas se detallaron mutuamente con disimulo. Reinaba la desconfianza entre todos y es que ninguno de ellos tenía un comportamiento que no generase suspicacias. Sin embargo, el aspecto de uno lo convertía en el principal sospechoso.
—¡Agarra a ese tipo! –exclamó la mujer en forma brusca, apuntando con su dedo al motorizado.
Obediente, el pasante apresó al hombre, haciendo que a éste se le cayera el casco de su cabeza e inmovilizándolo con inusitada habilidad, considerando lo menudo que era. La mujer registró al motorizado y extrajo de su manga un arma de corto calibre. Su gesto triunfante demostró que era exactamente lo que esperaba conseguir.
—¿Pensabas asaltarnos con esta pistolita de juguete de seis balas?
—¡Es mi arma de defensa, aunque ahorita la tengo descargada, deberías desconfiar de éste que me está agarrando y sabe dar trancazos!
—¡Es verdad…! –reconoció ella.
Sin previo aviso, la mujer golpeó al muchacho con una botella que tenía dentro de su cartera. Al comprobar que su víctima había perdido el conocimiento, le registró la ropa y encontró lo que parecía ser una navaja, mas aquel instrumento no estaba afilado. Desde el suelo, el motorista recogió el casco, aunque sus ojos seguían posados en la dama.
—Si no soy yo, ni es el muchacho, entonces… ¿quién es el asaltante?
—¡Cállate! –le espetó ella, logrando, en instantes, cargar el arma con balas escondidas en su bolsillo. Seguidamente, le apuntó con ella al pecho– ¡Dame todo tu dinero!
—¿Tú? –dijo el otro extrañado, al tiempo que le entregaba su cadena y el resto de sus pertenencias.
La mujer no contestó, sino que se limitó a presionar un botón del elevador del que nadie se había fijado. Al instante, todo volvió a funcionar como si nada le hubiese sucedido. Pasados unos segundos de tenso silencio, la puerta se abrió y la mujer, antes de quedarse en el piso señalado, dijo:
—Sí, soy yo… ¿o es que conoces una ejecutiva que sepa reconocer una pistola de seis balas?