24 de junio de 2008
No todas las carencias son de dinero o de alimentos. En alguna plaza de una ciudad cualquiera, camina con la cabeza gacha algún individuo decepcionado al descubrir que su celular es obsoleto en comparación con el de su mejor amigo. Varias cuadras más abajo, algún caballero se lamenta al descubrir que, tras veintitantos años de actividad laboral, aún no se siente satisfecho con el rumbo de su vida. Únicamente si seguimos recorriendo calles encontraremos al más evidente de todos los personajes con carencias: hundido debajo de un manojo de ropas y papel viejo, medita un vagabundo sobre la galleta salada consumida por un semejante varias cuadras más abajo.
Los tres hombres tienen una cosa en común aparte del mismo sufrimiento: todos son pobres. Con sólo leer lo anterior, cualquier analista económico o dirigente político pegaría un grito al cielo, apresurándose a ponerle epítetos negativos al responsable de la afirmación, los cuales, muy probablemente, no subirían del peldaño de la “locura”. No tiene nada de raro. Se ha creado un consenso en nuestras sociedades modernas, en el cual la pobreza es un fenómeno de puro carácter económico. Nada más lejano de la realidad.
Efectivamente, el término, muy mentado por cuanto diario circule en el globo, nos remite todos al soñador mendigo descrito varias líneas atrás. No en balde, la condición puede estar presente en cualquier estrato social. Lo que cambia en cada caso es la circunstancia o tipología de esta situación, que puede pasar de la mera escasez monetaria a la abstracta pobreza espiritual. Con esta perspectiva, no queda más que preguntarse dos cosas: ¿Cómo definir la pobreza? ¿Cómo discernir entre aquello que merece ser bautizado como pobreza y lo que no?
Desde luego, la pobreza viene a ser toda aquella carencia que priva al ser humano de desarrollarse en algún área de su vida, ya sea externa o interna. Dicha definición no saldrá en ningún diccionario socioeconómico, por lo que no hay fuente que nos remita a tal definición.
El mendigo, sin trabajo, sin recursos suficientes, sin ropa ni nada parecido, jamás podrá salir de su foso solitario. Vivirá siempre en una eterna incertidumbre, dedicará sus esfuerzos a sobrevivir y se limitará a tener la misma rutina de algún otro ser de la escala biológica. Para un alce, un perro o un gato, tal cosa no tendría problemas, pero para un ser humano es una aberración. En otras palabras, desperdiciará su vida, no su vida biológica, sino su vida emocional e intelectual. Allí está, en cierta forma muerto, sin que esto sea necesariamente su culpa. Esto debe ser cambiado, sin embargo no basta con estancarse en estos casos.
Aquel que vive obsesionado por destacarse, mediante sus riquezas, sus pertenencias y concibe a la sociedad como una guerra de prestigio a todo precio, también es pobre. No lo reconocerá, se sentirá insultado y, muy probablemente, elegirá no dirigirle la palabra a aquel que de esa forma lo llame. Su negación no lo desprenderá del vicio que consume su vida: pobreza de valores. Es perfectamente comprensible que alguien desee vivir mejor, salir de una casucha estrecha a una donde pueda desenvolverse bien. Eso no es cuestionable, pues implica deseos de superación y ganas de cambiar polos negativos por positivos en el imán de la existencia. Lo cuestionable es que el único objetivo de la vida sea llegar de primero en todos los renglones de la superficialidad, sin importar lo que eso cueste y a quien se perjudique. Sin duda, este déficit de valores tampoco permite a las personas desarrollarse por completo.
El último caso parecerá raro y podría cuestionarse, mas recordemos que somos una especie compleja, con ámbitos que no pueden ser alcanzados por la sonda del raciocinio. Tenemos una faceta espiritual que debe ser alimentada, al igual que necesitamos comida para subsistir. Desde pequeño se nos enseña que lo esencial es estudiar para conseguir empleo, ganar dinero, tener familia, tener hijos y enviarlos a la escuela. Por supuesto, son aristas de la vida valiosas, pero no son las únicas. Necesitamos algo de espacio para dedicarnos a aquello que nos satisfaga internamente y le de más sentido a nuestras vidas. ¿Cuál es ese cáliz sagrado que nos falta? Depende de la persona. No obstante, una cosa queda clara: no es tangible. Puede ser la literatura, el diseño, las matemáticas o hasta otro empleo. Todo eso visto con una mirada diferente. No para acumular ceros en el banco ni fama. Simplemente para llenar nuestro vacío espiritual, acción a través de la cual lograremos sentirnos plenos y otorgarle a nuestras existencias mayor sentido, escapando de la fórmula simplona que nos inculca la sociedad. Sólo así se supera la pobreza de corte espiritual.
Como puede verse, la humanidad se ve afectada por más tipos de pobreza de los que usualmente cree. No se pretende con esto incrementar las preocupaciones ya bastante grandes dejadas por la penuria económica, sino dejar una reflexión sobre nuestra sociedad para poder cambiarla. Y para eso debemos trascender de la básica pobreza económica hasta las necesidades más profundas del ser humano: las espirituales y de valores. Tomándolas en conjunto, lograremos mejores resultados que si nos enfocamos tan sólo en la más elemental. Será más complicado, pero valdrá la pena el sacrificio. A menos que prefiramos seguir el adagio de Giacomo Leopardi: “La ignorancia es la mayor fuente de felicidad”. Lástima que eso no sirva para el mendigo, el insatisfecho y el superficial.