El tirón que le dieron a su chemise le hizo suspender la conversación sostenida vía teléfono celular y volverse. Detrás de él, un raquítico niño de unos siete u ocho años miraba con fijeza sus zapatos. Mantenía los brazos estirados sobre el pecho, formando una letra «V», lo que exageraba la definición de su figura de palillo. La mano derecha del pequeño se apoyaba sobre la muñeca izquierda. Como no le decía nada, el hombre canoso lo invitó a que explicara por qué lo había hecho detenerse.
—Soy muy malo –siguió cabizbajo mientras hablaba.
El caballero dejó la bolsa de plástico en la acera, engarzó el móvil en la correa de su jean y se acuclilló para ponerse a la altura del muchacho, que no dejaba de enfocarse en los charcos que se esparcían en torno a ellos. Le levantó la cara para forzarlo a hacer contacto visual. Por fin el niño accedió a enfrentarlo con los ojos, aunque la timidez todavía le enmarcaba las facciones de la cara. Extendió el brazo y le ofreció una cartera marrón.
—Traté de quitársela. Soy un caso perdido.
—No digas eso –lo tranquilizó el propietario−. Me la devolviste en perfectas condiciones.
La abrió frente al muchacho. Revisó los escasos billetes y monedas y los papelitos con anotaciones. Chequeó todos los compartimientos. Le aseguró que sus pertenencias seguían intactas, en sus espacios acostumbrados. Pese a ello, el niño contraía la cara y entrecerraba los ojos como a punto de llorar, así que revisó la bolsa negra y extrajo de ella unos caramelos de naranja como obsequio. Antes de decir adiós, le dio un abrazo al chiquillo, que se lo correspondió. Entonces lo dejó solo.
Cuando el caballero giró en la esquina, el niño, con un aire ligeramente más animado, se dirigió a la carrera a un almacén de paredes sucias y tejado con goteras. Timorato, asomó su cabeza al interior. Un individuo larguirucho se le enfrentó con inexpresividad. El niño bajó la vista y la centró en los calzados desgastados del hombre. Con los brazos formando una letra «V» sobre el pecho, su mano derecha volvió a montarse sobre la muñeca izquierda.
—Aquí está lo que querías –dijo al tiempo que le enseñaba el teléfono celular que estaba en su poder−. ¿Soy muy malo? —¡Al contrario! –el padre le alborotó los cabellos− Ahora eres muy bueno.