3 de septiembre de 2008
Parado frente a la hilera de pasajeros que se resignaban a volver a Venezuela, el DISIP recibió una llamada que lo sacó de su letargo “táctico”. Con la voz profunda, empezó la conversación:
─¿Aló, Peláez? Mi pana, estaba echando un sueñito… ¿qué quieres?
─Mira, no te hagas el loco. Acabamos de agarrar en la carretera vieja a tres tipos cargando drogas, ¿puedes explicarme cómo llegaron allí?
─Vale, no tengo idea. Te juro que estaba full atento, debe ser que estaban burda de bien camuflados.
─¿Camuflados? ¡Si uno de los maletines estaba botando un rastro de cocaína…!
─Te juro que tengo una buena razón, Peláez. ¿A qué hora fue eso? Porque acuérdate que hoy estábamos en el operativo especial de antiterrorismo… ¿qué más? Esta mañana detuvimos a uno que venía de Washington y todo.
─Ah, bueno… eso es más importante. ¡Siga trabajando a lo patria, socialismo y muerte, Armandito! ¡Venceremos!
─¡Venceremos!
Armando terminó de espabilarse y pensó en la cara del terrorista. Con su pinta de yo-no-fui no se le iba a escapar alguien tan peligroso, nada menos que un imperialista disfrazado de buena gente. ¿Cómo iba a pararle a tres malandrines de segunda por cargar un paquetico con algo de droga? A fin de cuentas, no iban a hacer la diferencia.
Al instante logró reconocerlo. Cargaba una sencilla maleta e iba acompañado de sus cinco secuaces, entre ellos su mismísima esposa. Conversaban sobre temas subversivos como derechos dizque humanos, inhabilitaciones políticas y sobre una mujer llamada Constitución. Sin dudar un segundo, llamó a sus colegas que interrogaban a tres chamitos con un equipaje lleno de Harina Pan en dediles.
─¡Párate, párate! ¿De dónde vienes tú? ¿A dónde vas? ¿Qué cargas en ese maletín de viaje? Tú como que llevas C-4 y fusiles de asalto.
─Ah, ¿me vas a detener? Revisa mi carga para que veas.
Tras abrir el cierre mágico de la maleta, una sonrisa se dibujó en el rostro del efectivo policial. Dentro se hallaba una decena de elementos capaces de meter preso de por vida a Leopoldo López: panfletos en pro de una campaña electoral, documentos antivenezolanos sobre una supuesta democracia no socialista, algunas fotos familiares y un jabón azul azulito.
Estaba tan hipnotizado con los descubrimientos que no se percató cuando a uno de los tres muchachitos se le cayó un paquete blanquecino y un fajo de dólares falsificados. Sin quitarle la vista al gobernante regional, regresó ambas pertenencias al avergonzado dueño.
─Muchas gracias, señor… esa es mi medicina y dinero de juguete para mi familia, ya sabe hay que educarlos…
─No se preocupe. Mira, Leopoldo. No me pongas esa cara, tú sabes que de aquí no te me salvas.
Entre los seis funcionarios se llevaron a la oficina de la DISIP a los enemigos del proceso y los sentaron en unas cómodas sillas de plástico endeble, todas con una pata coja. Había que aplicarle todo el peso de la tortura venezolana, aún peor que la gota de agua china. “Dios bendiga el curso de la ONIDEX sobre los matraqueos que hice la semana pasada, es que esta revolución sí que enseña a los venezolanos a ser pacientes. Me aprendí de memoria los cinco pasos”, le dijo Armandito a uno de sus subordinados. Los cumplieron al pie de la letra. Primero, tuvieron que sacarle a cada miembro del grupo subversivo veinte mil copias de sus cédulas y pasaportes. Segundo, les pusieron una afiche del Comandante en tamaño real. Tercero, subieron a todo volumen el himno cantado por el presidente en RNV. Cuarto, sintonizaron VTV exactamente en el momento en que se recordaba lo segura que era Caracas ahora. Por último y en quinto lugar, les cantaron por veinte minutos las últimas consignas revolucionarias fashion de Acosta Carlés. Claro, cuando era bueno.
Luego de varias horas de maltrato, sintió lástima por los retenidos. “Pobrecitos, vale. Como que ya les dimos muy duro, pero así tienen que aprender”. Con cara de lástima, les abrió la puerta y los dejó salir de uno en uno. Escuchó a Leopoldo hablar de cosas incomprensibles como “estado de derecho”, “atropello a la integridad física” y “agresiones ilegales”. Encogiéndose de hombros, dejó de prestarle atención.
De sopetón, Armandito volvió al presente cuando su celular lo puso a bailar al ritmo del “no volverán”. Peláez acababa de ver a Leopoldo en plena carretera y quería felicitarlo.
─Buen trabajo, camarada. El individuo tiene pinta de desmoralizado. Ahora sí que perdió los bríos que le dieron Obama de Jesús y Jimmy Charter.
Contento, Armandito estiró los pies en el asiento y cerró los ojos, justo un segundo después de ver a un hombre pasando por la entrada de la oficina con una caja de granadas. “¿Qué sería de Maiquetía sin mí?”, se dijo en voz baja, mientras se iba quedando dormido una vez más. Al poco rato, soñó de nuevo con una patria bonita y segura. Lástima que no se llamaba Venezuela.