Con cada paso que se alejaba el bombero de la casa, ésta ardía con cada vez más fuerza. Insultos iban y venían hacia su persona, pero el individuo parecía ser inmune a las agresiones verbales y a las amenazas. No había palabra alguna que lo incitara a detenerse, mucho menos a dar un paso atrás. Para la multitud atrapada en la vivienda, su actitud era incomprensible, sobre todo considerando que muy probablemente había requerido de años para ganarse el derecho a ejercer su profesión. Él tenía muy claras sus razones para no actuar, mas nadie era capaz de escucharlo. Lo único que le quedaba era tratar de ignorar las quejas.
Esa tarde no se había imaginado ni un segundo las consecuencias de una decisión tan vana. En ese momento, la melodía de su celular indicaba que era el momento de ponerse en movimiento. Colocándose los implementos, presuroso, estaba convencido de que lograría lo que tenía previsto. Primero, la ropa resistente al fuego. Luego, el traje de protección, una verdadera camisa de fuerza para su pecho. Seguidamente, las desgastadas botas, las cuales se ciñeron a sus pies bastante bien. Por último, el componente distintivo de todo especialista en incendios: el casco. Tras mirarse un instante en el espejo, comprobó que su reflejo le devolvía una mirada de inusitada confianza.
Salió a la calle con gesto decidido. Creía que el tiempo le alcanzaría para llegar en el momento preciso al sitio indicado. Sus pasos acelerados y su aspecto intrigaron a muchos, sobre todo a varios conocidos. Nada de eso le interesaba en ese instante, tenía unas prioridades muy claras. Tan pronto como se encontró en el portón, soltó un suspiro de alivio. Aún estaba a tiempo de destacarse en la escena.
Apenas acababa de encontrarse con la muchedumbre, cuando una exclamación de una agudeza ratonil sacudió cada esquina del salón. El caos se hizo la única ley. Un ladrón se movilizaba sin robar nada, los payasos de falsa piel blanca curvaban sus bocas al revés, los duendes trataba en vano de esfumarse y las damiselas no contaban con un príncipe azul que las socorriese. Toda la imagen era atípica.
Una inmensa masa de cemento y ladrillo se desplomó frente a él y le tapó la vista de la dantesca recreación preparada por el fuego. Ante esa situación no le quedaba otra salida posible. Dio media vuelta. Y desde que salió al patio no titubeó más.
—¿A dónde va? –le dijo una muchacha, tras interponerse en su camino– ¡Todavía no ha apagado el incendio, haga algo!
—¡Si tanto quiere que se apague, haga algo usted! –le contestó el hombre, lo que le mereció unas cuantas frases subidas de tono por parte de los curiosos– Yo respeto mi vida.
—¡Se supone que su tarea es intervenir en casos como este!
—¡Claro que no! –contestó a gritos, pero su voz fue apabullada por la irritación en la muchedumbre.
Era una tarea inútil, nadie quería entenderlo, por lo que inició su marcha por la avenida. Sabía muy bien que en circunstancias como esas era imposible el diálogo, mucho menos si se trataba de hacerle entender a la gente que no había venido a rescatar personas, sino a destacarse en una fiesta de carnaval. Para su mala suerte, esa noche era la menos indicada para hacerse pasar por bombero.